Cualquiera que sea el adjetivo
que califica, a veces, a una clínica — por ejemplo : «analítica» – se ha de
esclarecer primero el lazo que toda clínica mantiene con la dimensión de
«realidad» con la que parece estar íntimamente ligada. Intenté desplegar
anteriormente la semiótica que trama el funcionamiento del signo en la
situación clínica , lo que me contentaré con resumir así por ahora : el signo
clínico corresponde perfectamente a la definición clásica del signo, según la
cual el signo representa algo para alguien. Lo cierto es que a partir de tal
definición, el «algo» puede ser entendido de diversas maneras – sin mencionar
al «alguien» que, también, puede ser objeto de lecturas varias.
El signo clínico se especifica,
entre los demás signos, por tener algo que siempre pertenece a la dimensión de
una u otra «realidad» diferente de la suya propia. Veremos un poquito más
tarde, en unos cuantos detalles, qué pensar de este término de «realidad», pero
antes de indagar en esta dirección, tenemos que tomar en cuenta el hecho de que
la noción misma de «realidad» se opone a la del signo. Por supuesto, se puede
considerar una cierta realidad del signo mismo; pero en el caso del signo
clínico, diferenciamos, sin pensar en ello, la realidad del signo y la de su
referente. ¿Por qué?
La escena clínica
La clínica empieza cuando se
producen signos enigmáticos, signos que no dan por sí mismos sus
significaciones propias, y frente a los cuales se encuentran por lo menos dos
personajes (se pueden reducir a uno, pero en este caso los dos papeles
diferentes se unen en una misma persona) : primero, el clínico, el supuesto
saber, no tanto de lo que significa exactamente cada signo en cuanto se
presenta, sino el advertido de la naturaleza engañadora del signo en sí mismo,
y consecuentemente, el que no se deja embaucar por un saber libresco que da a
un signo su significación sin buscar más… su referencia. Ahí está el busilis.
Y por otra parte, está el
segundo, al que vamos a nombrar el alumno, el inocente, el que a veces ni ve al
signo, o si se lo ve, cierra el pico sin arriesgarse más allá, o peor aún: se
precipita a leerlo como en un libro, blandiendo entonces una significación
vacía que no funde su pertinencia en la singularidad del caso, sino únicamente
en la generalidad de un saber no-clínico, precisamente.
Esta diferencia entre estos dos
personajes es importante porque despliega en el espacio teatral de una escena
el camino irrepresentable que permite ir del signo a su referente – y por eso
tocar una significación localmente pertinente. El alumno encarna aquí al signo
en su opacidad, en su presencia pura de signo, es decir: una configuración
sensible que, de una u otra manera, deja adivinar que está representando algo
diferente, y que entonces hay que buscar este «algo» con lo que está ligado.
Enseñar que hay como una valencia libre es lo que califica al signo como tal.
Puede ser el primer trabajo del clínico, que apunta al hecho de que tal
apariencia sensible no se puede entender sin la presencia de una causa propia,
o también el del alumno que ya practica, como cada uno, la gimnasia general del
signo y sabe, más o menos instintivamente, cuando una percepción tiene un valor
anunciador de otra cosa, o no.
El clínico, por su lado, encarna
– en la confianza que le dan los alumnos, en su papel de relativa autoridad, en
su saber práctico tan codiciable – la convicción, sino es que la certeza, de
que efectivamente HAY algo diferente, HAY un referente, de suerte que el signo
hasta ahora enigmático va a liberar pronto la significación encerrada en él
mismo, que seguía teniendo escondida. Y todo esto gracias al clínico y su
lectura paciente, cuidadosa y atenta. Así, la escena clínica se ofrece como la
de un drama, de una aventura catártica que puede tropezar y fallar, pero
también tener éxito en la producción de una significación que proviene de un
lazo muy fuerte entre el signo y su algo ya que, las más de las veces, se trata
de una relación de causalidad: el signo es una consecuencia de la existencia
del referente, del algo.
El signo clínico se ofrece como
signo porque algo se construyó directamente, o inició su desarrollo a través de
una serie de etapas más o menos complejas. La fiebre aparente, visible, procede
de la infección bacteriológica no visible y de la defensa del organismo frente
a ésta. Así dice el clínico que conoce todo el camino : la debilidad de las
bacterias a temperaturas mayores de 38 grados, el sistema de defensa
inmunitaria y su inverosímil inteligencia de la situación, etc. Todo un saber,
en este momento libresco, se une allí a la percepción del lado manifiesto del
signo para sostener el lazo entre este signo y su referente, al construir una
cadena causal sin ruptura. Todo esto parece bastante científico, muy seguro,
entonces: ¿cuál es la diferencia cuando decimos que la fobia procede de la
angustia de castración? ¿O que la histeria procede de un deseo insatisfecho?.
Cuando este lazo de la
significación correcta acaba por establecerse, la diferencia entre el alumno y
el clínico se destruye localmente, se reduce a nada. Bien mirado todo esto, hay
algo de la caída del telón sobre la obra semiótica que había empezado con el
surgimiento del signo enigmático. El público siempre se identifica fuertemente
con esta pareja alumno/clínico porque en ellos dos se inscribe el misterio del
signo y su cumplimiento, su manera de alcanzar por fin su significación. Pasar
así del alumno medio ciego al clínico cuya mirada sabe traspasar la opacidad
del signo es casi por excelencia la odisea semiótica en sí misma, y es por eso
que el buen clínico tiene tanto de Ulises: astuto, hábil, reflexivo, intuitivo
y trabajador.
A partir de este planteamiento
mínimo sobre el signo clínico en su tensión dramática, tenemos que referirnos a
la obra mayor de Michel Foucault, en la cual aisló como nadie antes lo había
hecho lo que llamó «el nacimiento de la clínica». Su búsqueda lo condujo a
diferenciar con maestría los caminos a través de los cuales se dibujó una nueva
clínica, la que hoy todavía entendemos cuando hablamos de una clínica
cualquiera.
El nuevo objeto de la clínica
El magnífico libro de Foucault –
en mi opinión, probablemente el mejor que escribió, por su estilo, su fuerza de
convicción y la pertinencia de sus análisis – nos permite apreciar la
consistencia histórica que tomó este término desde su reinvención al inicio del
siglo XIX.
Al dedicarse a destacar el papel
de las fuerzas políticas en juego, en la construcción de la nueva importancia
del término «clínica» antes y después de la Revolución francesa, Foucault no
busca tanto esclarecer el dispositivo semiótico en este giro. Se preocupa,
sobre todo, por lo que llama «el fenómeno de convergencia entre las exigencias
de la ideología política y las de la tecnología médica». Pero a lo largo de su
trabajo, no puede evitar consideraciones bastante semióticas al esclarecer el
papel atribuido a la mirada clínica.
En ello sobresale su talento de escritor
para dar existencia y consistencia a un ser tan fugaz como el de una mirada
nueva en el orden médico. No es que la clínica fuese algo nuevo en sí mismo.
Desde Hipócrates y Galeno, el lecho del enfermo siempre había sido el lugar
privilegiado de la indagación médica. Pero Foucault tiene razón, o por lo menos
nos convence y nos obliga a capitular sin resistencia frente a la idea de que
en el viraje del siglo de las luces, algo intervino en la mirada clínica que
nunca hubiera podido ocurrir antes.
Muestra con toda claridad que la
singularidad del caso clínico nunca se presenta naturalmente, por sí misma, a
pesar de sus pretensiones de hacerlo así. Nos informa que la constitución de la
clínica moderna se hizo en primer lugar en un combate contra la medicina de la
Facultad y a favor de la Société Royale de Médecine, un combate entre una
medicina de las esencias de las enfermedades, y otra de las apariencias de las
enfermedades, interesada en las epidemias, con un estilo más higienista, y casi
estadístico. Esto fue un viraje decisivo para que se destacase la enfermedad,
no en sí misma, sino en sus apariencias visibles, y más allá de sus
particularidades sociales, regionales, familiares, etc. Sólo este episodio
histórico de lucha entre dos medicinas permite entender bien por qué la mirada
clínica necesitó un terreno nuevo, un terreno que ya no tenía nada natural, el
de una nueva concepción del espacio del hospital clínico en el cual los signos
de la enfermedad se presentaban como en un ámbito homogéneo. Esto es un punto
clave: el objeto de la mirada clínica ya no se encuentra en la naturaleza, como
pura manifestación de su esencia a través de la variedad de sus apariencias,
sino en el hospital clínico, es decir en un lugar en el cual han sido aislados
algunos casos típicos de enfermedades. Lo que se encuentra entonces en
semejante lugar clínico donde reina la mirada clínica, no son tanto
enfermedades, sino conjuntos de signos que plantean problemas semiológicos, y
revelan la presencia indirecta de tal o cual enfermedad. Hubo aquí un cambio de
valor de lo visible: antes, los signos patológicos no eran más que los índices
directos de una enfermedad considerada como un ser, complejo y ajeno pero bien
individuado. En el hospital clínico, los signos valen por sí mismos, componen
un mensaje que el clínico debe descifrar signo por signo, letra por letra.
Importancia de la descripción
A partir de esta primera elección
que produce el nuevo terreno clínico, se plantea mejor el problema de una
clínica moderna: por supuesto, hay una prioridad ética y técnica del ojo, de la
mirada que destaca los signos, pero esto no basta ya que se trata de enseñar al
alumno, y por eso de conjugar la agudeza de la mirada advertida del clínico con
el aparato del lenguaje. Es únicamente a través de este último que se puede
esperar una transmisión del saber clínico. De ahí la importancia de la
«descripción», término clave del universo clínico. Un cierto Amard, citado por
Foucault, decía muy bien: «L’art de décrire les faits est le suprême art en
médecine ; tout pâlit devant lui ».
Al buscar una nitidez lingüística
tan aguda como la de su discernimiento visual, el saber clínico hubo de
inventarse rápidamente una terminología bastante rígida, ya que se trataba
entonces de conjugar la singularidad de lo visto con la homogeneidad de lo
transmisible. De ahí un conflicto grave entre el naturalismo de una clínica
abierta a una mirada no recargada con un saber ajeno al objeto, y la
indispensable nomenclatura más o menos rígida gracias a que la mirada inocente
puede transformarse en una palabra culta, que reconoce a través de la
dispersión de los datos de todo orden, los elementos pertinentes para
establecer el diagnóstico correcto. Este es el conflicto que se encarna en los
dos personajes de la escena clínica que describía al inicio.
Lo más interesante en las
consideraciones de Foucault es lo que él llama «la estructura alfabética de la
enfermedad »; aquí se encuentran sus notaciones en lo que se refiere al nexo
entre semiología médica y semiótica general, es decir entre síntoma y signo.
Esta concepción alfabética
corresponde a un cambio de paradigma mucho más amplio que el que estudiamos
aquí. A lo largo del siglo XVII y de la primera parte del siglo XVIII, el
modelo de la constitución de un saber ya era la clasificación botánica, que
ordenaba a partir de las semejanzas visibles la heterogeneidad perceptible, sin
tener miedo de perderse en una arborescencia indefinida. Era, en aquel
entonces, el paradigma central para pasar de la infinitud de lo perceptible a
la finitud de los elementos del saber humano. A partir del fin del siglo XVIII,
es al contrario: la gramática , se presenta como un modelo de construcción de
un saber, en la medida en que revela cómo una lengua permite comprender que la
infinitud de lo que se puede significar proviene de una serie finita de
términos – algo que debía reducirse más tarde a la doble articulación del
lenguaje. Ya no se trataba entonces, en la construcción de un saber, de
describir al infinito las diferencias perceptibles, sino también de fabricar la
batería mínima cuyos términos se encontrarían en todas las manifestaciones que
pudiéramos visualizar . A la mirada: las variedades sin fin de lo visible; a la
terminología clínica: los ladrillos elementales a partir de los cuales se
construyen las enfermedades, y por eso se entienden.
De tal modo que ya no se trata de
percibir una enfermedad en sí misma, sino únicamente lo que llamo aquí sus
«ladrillos», es decir los signos mínimos con los que el clínico concluirá sobre
tal o cual enfermedad. El diagnóstico surge como una conclusión hipotética, y
no como la percepción indirecta de una enfermedad que se escondería detrás de
los signos que la traicionan. «¿Qué es una pleuresía?», pregunta el gran médico
francés Cabanis después de haber descrito los signos que la caracterizan. Él
mismo contesta: «Es el cúmulo de estos accidentes que la constituyen. La
palabra “pleuresía” no hace más que recordarlos de una manera más abreviada .»
Tenemos entonces que considerar un cierto nominalismo de la clínica moderna en
el sentido de que lo que existe realmente, ya no son tanto las enfermedades,
consideradas como los universales de la Edad media, sino los signos patológicos
en sus propios referentes. Estos signos constituyen el alfabeto clínico que el
buen alumno debe aprender de memoria. Es casi al revés de la concepción
anterior en la cual los mismos signos no eran más que una especie de dibujos
sobre una tela visible que testimoniaban de la presencia de un ser tan
invisible como nefasto, aciago y funesto.
Foucault escribe páginas
memorables sobre el hecho de que, en este viraje, una concepción bastante
religiosa de la enfermedad, como manifestación individuada de lo malo, se
deshace en favor de otra concepción que encuentra en la muerte, en la patología
anatómica, la racionalidad última de las fuerzas que se oponen a la vida. La
nueva clínica se quiere laica, no porque sus clínicos serían en adelante ateos,
sino porque la presencia milenaria de lo malo en lo maligno, el malestar, lo
maléfico se desvanece como principio unitario de cada enfermedad. Hasta
entonces, cada una tenía una existencia propia que podía ser pensada como un
sujeto en el reino de lo malo, obedeciendo a su amo, el espíritu maligno. El
gran modelo de la encarnación, que permitió durante siglos pensar el nexo entre
esencia y existencia, entre el ser y sus manifestaciones, seguía siendo un eje
fundamental en la vieja clínica, en la antigua manera de pasar de la variedad
de los signos a la unidad de una enfermedad. De ahí en adelante, debido a la
mirada clínica que se reconcentra en la lectura de los signos patológicos
presentes en un hospital hecho para enseñarlos, desaparece el reino de lo malo
con sus sujetos, las diferentes enfermedades, y se dibuja un nuevo nexo entre
signo y realidad.
Realidad clínica y racionalidad
La realidad que cada signo
implica entonces, ya no es la enfermedad misma. Esto es clarísimo en la cita de
Cabanis: el mismo signo puede muy bien encontrarse en enfermedades totalmente
diferentes. Sólo el conjunto apunta a una, y a una sola. Pero se necesitaba un
paso más para liberarse claramente de la noción de esencia de cada enfermedad,
y de su inscripción en una nosografía y una nosología . Fue el trabajo del
médico francés Broussais quien, en la famosa cuestión de las fiebres, llegó a
considerar que todas (se conocían por lo menos una docena), no eran una sola,
por supuesto, sino que era la manera en que los tejidos reaccionaban cuando,
por una razón cualquiera, estaban irritados. A la concepción de una serie de
fiebres esenciales se substituía la idea de una misma forma de reacción del
organismo. En una disputa con otro médico, el mismo Broussais hablaba de
«desesencializar» el «estatuto general de la fiebre» para considerar únicamente
la localización del signo aparente, y entender a partir de ahí el sufrimiento,
no del enfermo, sino del tejido aislado por la localización (y eventualmente,
si se podía, curarlo).
Con él, ya no se trata entonces
de buscar signos que permitirían concluir sobre tal o cual enfermedad, sino de
localizar el signo en el espacio del cuerpo, porque esta localización permite
concebir una causalidad (y luego una racionalidad) que ya no requiere del
pensamiento de entidades casi metafísicas, como se le aparecían a Broussais las
enfermedades que le ofrecía la nosología de su época. El signo clínico basa en
adelante su racionalidad en esta indispensable localización. Comenta Foucault :
L’espace local de la maladie est
en même temps, et immédiatement, un espace causal..
El espacio local de la enfermedad
es al mismo tiempo, y en el acto, un espacio causal .
Pero este espacio necesita
absolutamente una lesión, por lo menos la manifestación en el espacio del
cuerpo del signo que autoriza atribuirlo a una causa directa o indirecta. Aquí
está el punto clave de la nueva clínica, que permitía no precipitarse hacia
cualquier esencialidad de la enfermedad, y por eso mismo, no regresar tan
rápido al modo de pensar de antes, utilizando la nueva terminología de la
clínica moderna. Aquí podemos adivinar algunas preguntas que es posible
plantear a una clínica analítica, empezando con problemas que se encuentran en
la psiquiatría.
Lesión o no lesión
En su nacimiento mismo, esta
clínica psiquiátrica se encuentra dividida entre los que buscan incansablemente
la lesión –y triunfan cuando la encuentran, como en la parálisis general-, y
los que ni siquiera piensan en buscarla, como el psiquiatra francés François
Leuret y su «tratamiento moral», en la primera parte del siglo XIX. Ahora se
trata de lo mismo, sólo que la lesión se ha reducido en un punto preciso del
funcionamiento neuro-biológico: si falta la cantidad x de tal o cual
neuro-transmitor, esto desempeña sin problema el papel atribuido anteriormente
a la lesión porque siempre se trata de la localización de un tejido corporal.
La quimioterapia puede presentarse como la continuación de una clínica seria,
en el hilo de la gran clínica inventada al inicio del siglo XIX, porque sus
éxitos demuestran la presencia de una causalidad física, química, y luego
espacial y corporal. Pero este ideal médico no pudo abarcar la totalidad
inestable del campo psiquiátrico; de ahí la tentación de construir un nuevo
tipo de clínica, que ya no se apoyara tanto en la lesión y el tipo de
funcionamiento de su signo, sino en la producción de un signo de otra
naturaleza, mucho más discursiva. Los grandes clínicos psiquiatras del fin del
siglo XIX y del inicio del XX (Legrand du Saule, Sérieux et Capgras, De
Clérambault, etc.) se aventuraron en un modo de descripción que ambicionaba
rivalizar con la clínica moderna. No tengo el tiempo suficiente para detallar
sus esfuerzos, entonces mejor me dirijo directamente a Freud que agravó
considerablemente la cuestión, al cortar casi por completo, el último lazo que
quedaba con la nueva inteligencia del signo establecida por la nueva clínica.
Se sabe bastante bien que la
fractura entre Charcot y Freud se produjo sobre la cuestión de la lesión ; pero
no existe tanta gente que pueda medir bien la importancia de la pérdida de
Freud en el terreno de la racionalidad clínica cuando se decidió a abandonar su
«neurotica», es decir no sólo la idea de una causalidad lesional, sino también
la de un trauma sexual en la patogenia de la histeria. En este caso, la noción
de tejido corporal podía ser sustituida por la de, digamos, tejido histórico:
la teoría de la degeneración, por ejemplo, lo hacía sin mayor problema por los
psiquiatras que la practicaban, al considerar que la historia de las
generaciones era capaz de explicar la presencia de síntomas clínicos. Pero la
suposición lesional seguía siendo decisiva para ellos; nadie se permitía
negarla, sólo aplazarla un poco. Freud, sin vacilar mucho, la abandonó, no sin
problema para él, y sobre todo para la cohorte de sus alumnos en la cual no
todos entendieron bien las consecuencias de tal renuncia.
Freud mismo extremó las cosas
hasta poner en duda que el análisis se apoyaba de manera decisiva en la noción
de causalidad. En su conferencia XXVII, pregunta a sus supuestos auditores si
saben bien lo que se llama una «terapia causal». Su descripción corresponde muy
estrechamente a la de una clínica médica en el mejor sentido de la palabra.
Pero precisa de inmediato que el análisis no se puede entender así,
esencialmente a causa de este fenómeno extraño, crucial en el tratamiento, que
tenemos que nombrar: la transferencia.
¿Por qué tal precisión? Porque a
sus ojos hubiera sido un error fatal concebir la repetición ligada a la
transferencia como la prueba de que hubiera pasado lo mismo anteriormente. Una
transferencia al padre sobre «la persona del médico», escribe Freud, no es la
prueba de que «el enfermo hubiera sufrido anteriormente de semejante lazo
libidinal inconsciente con su padre ». Se deshace aquí la posibilidad de pensar
tranquilamente en una especie de «clínica histórica» que constituyera sin embargo
y aparentemente el único recurso de una clínica analítica.
¿Qué pasa entonces del lado del
signo? Habíamos entrevisto que la nueva clínica se había dado una comprensión
muy precisa de los referentes de los signos que a ella le interesaban, a través
de su preocupación por la localización. La realidad que buscaba el nuevo
clínico pertenecía de pleno derecho a la realidad que el nuevo discurso
científico estaba midiendo. Podemos recordar aquí el hecho de que la tercera
sección del primer libro en La ciencia de la lógica, de Hegel, se intitula
«Teoría de la medida», y corre sobre más de sesenta páginas. Esta pasión de la
medida implica una concepción del signo a la cual pertenece de pleno derecho el
signo clínico. No es que, de vez en cuando, este signo tome un giro
cualitativo; sino que el referente de este signo sigue siendo algo espacial,
algo que, bajo algunas condiciones, podría ser medido.
Dos clínicas, dos signos
Encontramos aquí una de las más
viejas distinciones en la naturaleza del signo: los escépticos consideraban que
debían por lo menos diferenciar los signos «conmemorativos» y los signos
«indicativos». Cito ahora a Sextus Empiricus:
Se dice que un signo es
«conmemorativo» cuando ha sido claramente observado asociado a la cosa
significada en el momento en que ésta es obvia, y nos induce, cuando ésta
última ya no es evidente, a recordar aquella primera asociación, aun cuando el
objeto significado ya no se presenta actualmente de manera manifiesta .
Un signo se llamará «de
indicación», no cuando está claramente asociado a la cosa significada, sino
cuando designa, en virtud de su naturaleza propia y de su constitución, aquello
de lo que es el signo, como por ejemplo los movimientos del cuerpo son los signos
del alma.
No nos sorprende el ejemplo
final, que nos indica, en este caso, que la nueva clínica se fundaba en el
signo «conmemorativo», como lo aconsejaban los escépticos para quienes los
signos «de indicación» no ameritaban ser considerados como signos verdaderos.
Pero es claro también que la clínica freudiana se instaló, en gran parte, en el
terreno de este signo «de indicación», ya que la realidad a la cual remitía la
mayoría de los signos que a Freud le interesaba, nunca la había visto nadie. Su
«realidad psíquica», tan necesaria como era, lo ponía en un terreno semiótico
en el cual se perdía la posibilidad de emplear las técnicas de la nueva
clínica.
¿Se podía fundar otra clínica?
Nos encontramos, hoy todavía, ante esta misma pregunta y lo mejor que podemos
hacer es no olvidar los datos de este tan bien llamado «nacimiento» de la
clínica. Es notable que Freud no disimuló la dificultad, y la reconoció
plenamente en este tan bien conocido primer párrafo intitulado «Epicrisis», en
el caso de Elizabeth von R…, en los Estudios sobre la histeria. Escribe:
No he sido psicoterapeuta
siempre, sino que me he educado, como otros neuropatólogos, en diagnósticos
locales y electroprognosis, y por eso a mí mismo me resulta singular que los
historiales clínicos por mí escritos se lean como unas novelas breves, y de
ellas esté ausente, por así decir, el sello de seriedad que lleva estampado lo
científico. Por eso me tengo que consolar diciendo que la responsable de ese
resultado es la naturaleza misma del asunto, más que alguna predilección mía ;
es que el diagnóstico local y las reacciones eléctricas no cumplen mayor papel
en el estudio de la histeria, mientras que una exposición en profundidad de los
procesos anímicos como la que estamos habituados a recibir del poeta me
permite, mediando la aplicación de unas pocas fórmulas psicológicas, obtener
una suerte de intelección sobre la marcha de una histeria.
Esto se lee generalmente como
algo bastante romántico, sin que se mida bien el desenganche semiótico que aquí
está puesto en obra. La invención ulterior de la «bruja», es decir de la
metapsicología, agravaría la situación en la medida en que la «realidad» de sus
instancias está totalmente incluida en la lógica de los signos «de indicación»,
y subvierte también la base de la clínica cuyo nacimiento ha sido tan bien
descrito por Foucault.
El pie que le falta a una clínica
analítica
Nuestra descripción se ha
complicado bastante, y para progresar en nuestra aclaración de lo que es una
clínica analítica, tenemos que volver nuevamente sobre el escenario clínico tal
como se lo presenté inicialmente. En el momento en que se aleja el referente
del signo, pasando de la casi presencia de la «conmemoración» a la casi
ausencia de la «indicación» como en las «novelas breves» de Freud, se desvanece
también el alumno: ya no hay ahí nadie que vea el signo en sí mismo, con plena
inocencia. Para que se vea el signo mismo se necesita aquél que va a
establecerlo: el analista, el narrador, el paciente, poco importa su título,
pero al famoso triángulo de partida: clínico/alumno/signo, le falta, de ahora
en adelante, un pie. El signo, tan enigmático en su sentido como obvio en su
presencia en la clínica médica, ha desaparecido como tal; en adelante, para
enseñarlo, habrá que construirlo.
Antes, en el tiempo de la clínica
que estudió Foucault, la naturaleza próxima del referente se revelaba en el
hecho de que el signo mismo se daba generosamente para cualquier mirada atenta,
lista y deseosa de instruirse. Ahora bien, se revela con nuestro nuevo
escenario un rasgo que estaba bastante escondido en nuestras primeras
consideraciones a propósito de la escena clínica: el alumno era, por principio,
absolutamente cualquiera. El clínico no, pero el alumno sí, porque él era
únicamente este punto de ceguera y de aprendizaje progresivo que lo hacía pasar
del signo opaco al signo cumplido. En eso, es el hermano del observador
científico que es necesario en toda ciencia experimental: este observador es
cualquiera, o no es. Por el contrario, «la situación analítica, como lo escribe
Freud, aquí directo en lo esencial, no admite cualquier tercero».
Aparentemente, con esta frase, se trata sólo de aislar a la pareja
analista/paciente. Pero ello implica también que no se puede introducir
disimuladamente este tercero, este observador tan importante en el estatuto del
objeto científico, ya que su presencia determina la capacidad de repetir la
experiencia. Tenemos aquí, con el tratamiento analítico, una vivencia que no se
puede repetir, que no autoriza a un tercero, y que luego no nos ofrece un signo
de la misma naturaleza que el de la experiencia científica, o clínica. Esto se
olvida comúnmente, y tendemos a recibir el signo clínico analítico como un
signo «conmemorativo» cuando siempre es, sin ninguna duda, un signo «de
indicación», totalmente construido por el que pretende enseñarlo.
He aquí una de las razones por
las cuales Lacan identificó, en su seminario RSI, la realidad psíquica y la
religiosa: ambas se alcanzan por signos «de indicación». Y por más indispensables
que sean estos signos en el orden semiótico, no autorizan una clínica en el
sentido que la desplegó Foucault, aunque les pese a tantos analistas que hablan
de «Clínica freudiana» y de «Clínica lacaniana» sin pestañear, considerando que
colgar un adjetivo por ahí y un sustantivo por allá no es sino una mera
cuestión de gramática.
¿Tenemos acaso que afligirnos por
esas condiciones tan críticas en lo que se refiere al nivel de realidad del
signo pertinente en una clínica que, a pesar de mis ironías anteriores, se
querría analítica? No, porque son aún más graves de lo que parecen, y
precisamente en esta desmesura, encontramos nuestra suerte en la medida en que
logramos tocar el punto en que ya no se necesita seguir corriendo detrás de una
realidad cualquiera.
De lo que se trata ahora es de
abandonar la realidad histórica así como también la psíquica, ya que esta
última trae con ella la oposición normal/patológico que funda toda la
psicopatología. De tal modo que se desvanecen muchas cosas al mismo tiempo: el
alumno (el observador), el signo enigmático y la perspectiva de su referente,
pero también la pareja normatividad/patología que estaba silenciosamente al
principio de la elección del signo clínico. Nos encontramos ahora en un mar de
palabras sin contar siquiera con una guía para saber por dónde buscar lo que
permitiría cerrar una significación correcta.
No quiero dármelas aquí de poeta,
y encomiar los deleites del silencio interior, o de la pura presencia a las
cosas de ese mundo nuestro, como lo hizo tan bien Hugo von Hofmannsthal en su
carta de Lord Chandos; me gustaría mucho más hacerme eco de la noción de
primeidad forjada por Charles Sanders Peirce, noción que comenté largamente
durante el último seminario que dicté aquí el año pasado. Se trata de
considerar con esto un lado del signo que generalmente uno se apresura a pasar
por alto: el signo sin relación a nada y a nadie. Ni en relación a quien lo
produce como signo enigmático, ni tampoco en relación a quien lo escucha con
plena inocencia, ni en relación a lo que fuera que le diera su significación.
Se trata del signo fuera de su complemento referencial y de cualquier dimensión
de interlocución, tal como Peirce lo presenta en su base: un puro «would be»,
algo en espera, que trae su propia música, como si estuviera casi totalmente
ensimismado. Este concepto de primeidad desafía la razón ya que plantea la
necesidad de darse algo que no tiene ninguna relación con nada: o sea, algo
aparente y perfectamente incomprensible.
En esta exigencia, no hay sin
embargo nada de chifladura de poeta. Surge más bien como condición inexpugnable
del equilibrio interno del signo en su tripartición básica: para alcanzar
cualquier triplicidad, hay que apoyarse en un «uno» que se sostenga por sí
mismo, sin buscar más amparo – otro ejemplo de la misma necesidad, es lo que
hace Lacan, de otra manera, con su rasgo unario. Se podría demostrar aquí la
pertinencia semiótica de esta primeidad tal como la concibió Peirce; pero ¿qué
hay de su pertinencia en el suelo analítico en busca de su clínica ?
El ocurrir del sujeto
La ruptura entre los signos y sus
referentes se desarrolla siguiendo dos planos diferentes. Uno condujo al
hallazgo de la incompletud de lo simbólico a través de los esfuerzos de David
Hilbert y Kurt Gödel. Esta ruptura permitió estudiar la consistencia propia de
un sistema de signos, sin hacer intervenir ninguna propiedad de sus referentes.
Este fue el caso de la aritmética que, desde Frege y Russell, y su
descubrimiento de las famosas paradojas, forcejeaba sin poder establecer su
propia consistencia, porque siempre se mezclaban las propiedades de sus
escrituras con las de los nombres, incluyendo así el terrible infinito que
generaba –cada uno lo sabía bien– las paradojas. En 1931, Gödel demostró
finalmente que, a pesar de su postura de eje central de las matemáticas, la
aritmética no podía demostrar su propia completud. Eso no constituye, de ningún
modo, una debilidad suya, sino un punto clave de su funcionamiento.
Pero nos interesará más, para
concluir, el otro lado –que les importa un bledo a los matemáticos. Aquí ya no
se trata de construir un sentido, o de encerrar a cualquiera significación,
sino de arreglárselas de tal manera que uno pueda quedarse a la espera,
sufriendo el hecho de que, precisamente, el sentido no se dé, no se encuentre,
y aun a veces se rehuse tercamente durante un largo largo tiempo. Pienso, por
ejemplo, en ciertos análisis de sueños que acaban trayendo signos totalmente
enigmáticos, que no se dejan reducir a cualquier significación, precisamente lo
que Lacan llamó:«las letras en suspenso (en souffrance) en la transferencia».
Si hay, como se dice a veces, una clínica «de la transferencia», ésta tiene que
tomar en cuenta, con agudeza, esta tensión peculiar que caracteriza al
analista, por lo menos tanto como su saber teórico, práctico y cualquier otra
cosa que viniera de su análisis «didáctico». No es exactamente ignorancia de su
parte, o paciencia, o «cualidad de escucha»: todas esas palabras se refieren a
faltas y virtudes personales y yoicas. Se trata más bien de una postura semiótica
en la cual el signo encuentra su condición inaugural, aquella que destacó
Peirce con tanta audacia gracias a su «primeidad», es decir también: el mero
valor de llamada del signo –y me gusta en esta ocasión poder referirme al
castellano que alberga aquí algo de la «llama» en la «llamada». Lo que da su
llama al signo se ahoga y se muere en la significación –sin la cual no obstante
no podríamos hacer nada.
Más arriba del cierre de la
significación, a partir de la cual se puede desplegar todo lo psicopatológico
si se quiere, existe este punto de acogida del signo que sobrepasa cualquier
clínica en la medida en que se presenta como una especie de celebración de la
dimensión simbólica a través de la cual encuentra su propia existencia el
sujeto de la palabra. El analista, en su capacidad de no reducir todo lo que se
dice a significaciones, manteniéndose a la espera de un sentido que no logra
alcanzar su cierre, sin dejar escapar algo vago –precisamente esto vago que va
a interpretar el otro signo, éste que siempre está por venir–, el analista se
coloca decididamente en el lecho de la corriente simbólica.
Al respetar así a lo vago que
caracteriza el cierre mismo de cada significación, este analista ofrece
puntualmente a su paciente el albergue en el cual toda realidad está en
suspenso: la de su historia como la de sus fantasías, la de sus traumas como la
de su goce. De este suspenso, obviamente, no se puede decir mucho. Pero cuando
este vacío falta, cuando la clínica que se quiere analítica se construye y se
enseña en forma de psicopatología, cada uno puede saber, en el acto, que se ha
perdido esta carencia de realidad que da su llama, su ánimo, al orden y al
desorden simbólico.