Fuente: http://elpsicoanalistalector.blogspot.com.ar/2008/10/margaret-little-contratransferencia-y.html
Comenzaré contando parte de un caso clínico:
Un paciente, cuya madre acaba de morir, debe dar una
conferencia en la radio sobre un tema que sabe que es del interés de su
analista. Le ha dado el texto de la conferencia para que lo lea y el
psicoanalista tiene la posibilidad de escuchar la emisión. Debido a la
reciente muerte de su madre, la verdad es que el paciente se siente poco
dispuesto en ese momento para pronunciar esa conferencia; sin embargo, no
puede anular su colaboración. El día siguiente a la emisión, llega a la sesión
en un estado de angustia y confusión extremos. El analista (que es un analista
con experiencia) interpreta este sufrimiento como el temor del paciente de que
él, el analista, tenga envidia de su indudable éxito y de las consecuencias del
mismo y quiera arrebatárselo. La interpretación es aceptada, el sufrimiento
cede rápidamente y el análisis continúa.
Dos años más tarde (el análisis ya había terminado), el
paciente acude a una velada en la que no se divierte nada y se da cuenta de
que ese día se sitúa justamente una semana después del día del aniversario de
la muerte de su madre. Recuerda en ese momento la angustia que había sentido en
el momento de la emisión radiofónica dándose al final cuenta de algo que era
simple y evidente: su tristeza se debía a que su madre ya no estaba ahí para
alegrarse de su éxito (ni podía siquiera enterarse) y la culpabilidad,
porque había muerto, había estropeado el placer que hubiera podido tener por
su éxito.
En lugar de procurarse los medios para poder hacer el duelo
por su madre (anulando la emisión), se sintió conducido a negar esta muerte
de manera casi “maníaca”.
Vemos, que la interpretación de entonces, que
sustancialmente habría podido ser correcta, lo había sido sobre todo en
principio para el analista que estaba en efecto envidioso de él y su propia
culpabilidad inconsciente había suscitado una interpretación inexacta. El
paciente la había aceptado porque había reconocido inconscientemente que era
correcta para su analista y debido a su identificación con él. También
actualmente podía aceptarla como verdadera para él mismo, pero de forma
totalmente distinta y en un nivel diferente: el de su propia envidia hacia el
éxito de su padre en la relación con su madre, y la culpabilidad sentida al
obtener él mismo un éxito cerca de su madre: su padre, en efecto, podría
haberse sentido celoso y desear privarle del éxito. El comportamiento del
analista al hacer aquella interpretación debe ser imputado a la
contratransferencia.
II
Es sorprendente que la contratransferencia haya suscitado
tan pocos escritos, aparte de algunos libros y artículos que tratan
principalmente de la técnica y destinados a los candidatos en formación y
cuyos autores destacan todos ellos los mismos dos puntos: la importancia y el
peligro potencial de la contratransferencia y la necesidad de un análisis en
profundidad para los analistas.
Los escritos sobre la transferencia, al contrario, abundan,
y lo que se encuentra en ellos podría, a menudo, aplicarse también a la
contratransferencia. Me pregunto por qué. Y por qué analistas tan distintos
unos de otros utilizan este mismo término de contratransferencia, cuando el
significado que le dan difiere tanto.
Este término es utilizado esencialmente para significar todo
o parte de lo siguiente:
a. La actitud inconsciente del analista hacia su paciente.
b. Los elementos reprimidos no analizados del propio
analista que coloca sobre el paciente de forma idéntica a la forma en que el
paciente “transfiere” sobre su analista los afectos sentidos hacia sus padres
o los objetos de su infancia: el analista considera a su paciente
(momentáneamente y de manera variable) como consideraba a sus propios padres.
c. Cualquier actitud o mecanismo específico mediante el cual
el analista llega a conocer la transferencia de su paciente.
d. La totalidad de las actitudes y comportamientos del
analista hacia su paciente, conllevando esto todas las actitudes conscientes
e inconscientes.
La cuestión es: ¿Por qué la contratransferencia está tan mal
definida? ¿Es indefinible? ¿Es imposible aislarla verdaderamente en la
medida de que una idea general de la contratransferencia es incómoda y poco
manejable?
He encontrado a este respecto cuatro razones:
1) Yo diría que la contratransferencia inconsciente es algo
que no se observa como tal, sino únicamente en sus efectos.
Esta dificultad es comparable a la que encuentran los
físicos cuando intentan definir u observar una fuerza como la de la gravedad
o la onda luminosa que no puede ser observada ni analizada directamente.
2) Pienso que una parte de la dificultad (considerando a la
transferencia metapsicológicamente) viene del hecho de que la actitud total
del analista compromete todo su psiquismo: compromete a su ello y a fragmentos
de su superyó y de su yo (a estos los ecos del paciente también les
conciernen), y ninguna frontera claramente delimitada los separa.
3) Todo análisis ―autoanálisis incluído― supone un
analizando y un analista; y en cierto modo, son inseparables. Del mismo modo,
transferencia y contratransferencia son inseparables ― de donde se deduce el
hecho de que lo que se escribe de una puede muy bien aplicarse a la otra.
4) La más importante de estas reflexiones; pienso que el
analista tiene una actitud hacia la contratransferencia, es decir, hacia sus
propios sentimientos y sus propias ideas, bien paranoide o fóbica, y
especialmente cuando sus sentimientos tengan el peligro de ser subjetivos.
En uno de sus escritos técnicos, Freud indica que los
progresos del psicoanálisis se han visto entorpecidos durante más de diez años
por el temor de interpretar la transferencia. La actitud de los terapeutas de
otras escuelas, por otra parte, ha consistido hasta hoy en considerarla como
muy peligrosa y en evitarla. La postura de la mayoría de los psicoanalistas en
relación a la contratransferencia es precisamente la misma, es decir, la
consideran como un fenómeno conocido y reconocido pero piensan que no es necesario
interpretarla e incluso que puede ser peligroso. Sea lo que sea, es difícil
tener conocimiento (si es que se puede) de lo que es inconsciente; y tratar
de observar e interpretar algo inconsciente en sí mismo puede compararse con
el intento de observar tu propia nuca ―es mucho más cómodo ver la de otro―. El
hecho mismo de la transferencia del paciente lleva al analista más fácilmente
a la evitación por proyección y racionalización, siendo estos dos mecanismos
característicos de la paranoia. El mito del analista impersonal, casi
inhumano, no manifestando ningún sentimiento, es compatible con esa actitud.
Me pregunto, en tanto que el progreso del psicoanálisis está en juego, si el
fracaso para utilizar correctamente la contratransferencia no ha podido tener
precisamente el mismo efecto que aquel que resulta de la ignorancia o
negligencia de la transferencia. Si hacemos un uso apropiado de la
contratransferencia, ¿no tendremos un utensilio muy valioso, más bien
indispensable?
Mientras redactaba este artículo, me ha sido difícil
discernir qué sentido de la contratransferencia utilizaba y he comprobado que
me deslizaba de uno a otro, cuando en principio quería limitarlo a
sentimientos reprimidos, infantiles, subjetivos, irracionales, agradables o
penosos, que pertenecen a mi segunda definición (la cual lleva generalmente a
considerar la contratransferencia como fuente de dificultades y peligros).
Pero los elementos inconscientes pueden ser a la vez
normales y patológicos. Todo lo reprimido no es siempre patológico de la misma
forma que todo elemento consciente no es siempre “normal”. La relación global
paciente-analista incluye a la vez lo “normal” y lo patológico, lo consciente y
lo inconsciente, la transferencia y la contratransferencia, en proporciones
variables; abarcará siempre algo de específico a la vez para el individuo
paciente y para el individuo analista. Es decir, cada contratransferencia, la
que sea, difiere de otra, como es diferente cada transferencia, cambia de
día en día con variaciones que se operan a la vez en el analista, en el
paciente y en el mundo exterior.
La contratransferencia reprimida es un fruto de la parte
inconsciente del yo del analista, la que le es más próxima, la que le
pertenece más íntimamente y la menos en contacto con la realidad. A ello se
suma el que la compulsión a la repetición va a insistir en este sentido.
Pero además de la represión otras actividades juegan un papel importante en la
contratransferencia, siendo la más importante la actividad de síntesis y de
integración. En mi opinión, la contratransferencia es una de las formas más
importantes de compromiso que el yo muestra más habilidad en fabricar. Es bajo
este aspecto, del mismo orden que un síntoma neurótico, una perversión o una
sublimación.
En ella, la satisfacción libidinal está parcialmente
prohibida y parcialmente aceptada; un elemento de agresión es movilizado a la
vez por la satisfacción y la prohibición, y la distribución de la agresión
determina la proporción relativa de cada una de ellas. En la medida que la
transferencia, como la contratransferencia, se vuelca en otra persona, los
mecanismos de proyección e introyección son de particular importancia.
Si paranoia y contratransferencia están anudadas, entramos
en un extenso tema de debate, y hablar de la respuesta del paciente ante la
contratransferencia, no será más que un sinsentido mientras que no hayamos
encontrado una vía de aproximación más sencilla. La mayor parte de nuestras
dificultades, desgraciadamente, me parecen provenir de una simplificación
excesiva y de una tendencia casi compulsiva a separar lo consciente de lo
inconsciente y lo inconsciente reprimido de lo que es inconsciente pero no
reprimido, a menudo por ignorancia del aspecto dinámico del que se trata. Una
vez más querría decir aquí que si hablé esencialmente de elementos reprimidos
de la contratransferencia no me limito estrictamente a ellos, les dejo flotar
entre otros elementos de la relación global. Y aun a riesgo de parecer
contradictorio, yo diría que esta “aproximación ingenua” es sobre todo un
pretexto para debatir algunos puntos para a continuación intentar
relacionarlos de nuevo con el tema principal.
Hablar de aspectos dinámicos nos lleva a la cuestión:
¿Cuál es la fuerza conductora de un análisis? ¿Qué es lo que
empuja al paciente irresistiblemente a mejorar? La respuesta es ciertamente
que son las necesidades combinadas del paciente y del analista. Necesidades que
en el caso del analista han sido modificadas e integradas como resultado de su
propio análisis de forma que son más dirigidas (¿controladas?) y más eficaces.
La combinación acertada de estas necesidades me parece que depende de un tipo
peculiar de identificación del analista con su paciente.
III
Conscientemente ―y en gran parte también inconscientemente―
deseamos que nuestros pacientes vayan a mejorando y podemos identificarnos
fácilmente con su deseo de mejorar, de estar mejor con su yo; pero
inconscientemente tendemos también a identificarnos con el superyó y el ello
del paciente haciéndolo también cuando se prohibe ir mejor, y desee quedarse
enfermo y dependiente, al hacer esto, podemos enlentecer el proceso de
curación. Inconscientemente, podríamos también explotar la enfermedad del paciente
para nuestros propios fines libidinales y agresivos: explotación a la que el
paciente nos responderá deprisa...
Un paciente que ha sido analizado durante un tiempo
considerable, generalmente se convierte en objeto de amor de su psicoanalista.
Es a él a quien se dirigen los deseos reparadores del analista, pero estas
tendencias reparadoras, incluso las conscientes, pueden, sin embargo, bajo el
aspecto de una represión parcial, dejarse dominar por la compulsión a la
repetición, de forma que se haga necesario hacer que el paciente vaya de mejor
en mejor, lo que, de hecho, puede significar volverle más y más enfermo con
el fin de poderle curar continuamente. Sin embargo correctamente utilizado,
este proceso repetitivo puede ser un factor de progreso, y “el ponerse malo”
toma la forma necesaria y efectiva de liberar las angustias; que pueden ser
entonces interpretadas y trabajadas; pero esto implica por parte del analista
un grado de consentimiento inconsciente de que su paciente vaya bien y por lo
tanto que se vuelva independiente y le deje. En general, podemos admitir que
todo esto es aceptable para cualquier analista, pero los fallos en el momento
de la interpretación como se describía en la Hª clínica, los fallos en la
comprensión o cualquier otra traba en el proceso de perlaboración jugarán
sobre el miedo que tenga el paciente a ir mejor, porque todo lo que sea “ir
mejor” comporta el riesgo de perder a su analista. Y tales fallos no pueden
ser corregidos en tanto que el paciente no dé la oportunidad para ello. La
compulsión de repetición del paciente es aliada de la del analista, además,
si éste está dispuesto a no repetir su error inicial, intensificará las
resistencias de su paciente.
Este rechazo inconsciente del analista a dejar que su
paciente se vaya, puede tomar a veces formas muy sutiles, en las cuales el
análisis mismo es utilizado como una racionalización. Pedir a un paciente que
no actúe en las situaciones exteriores al análisis puede poner trabas a la
formación de relaciones extra analíticas que forman parte de la curación y
muestran la evidencia del progreso y desarrollo de su yo. La transferencia
sobre personas externas, no estorba necesariamente el trabajo analítico, si el
analista quiere utilizarla. Pero el analista puede actuar contrariamente,
como los padres que “por el bien de su hijo”, ponen trabas a su desarrollo y no
lo autorizan a querer a “otros”. Está claro que el paciente tiene necesidad de
estas transferencias, exactamente igual que un niño tiene necesidad de
identificarse con otras personas además de sus padres y de su propia
familia.
Este tipo de cosas son tan insidiosas que solo las
percibimos más que muy lentamente y con resistencias, haciéndonos aliados
del superyó del paciente a través de nuestro propio superyó. Con esto, no
hacemos más que demostrar nuestra propia incapacidad para tolerar que alguna
otra cosa opere sobre el paciente, o sobre el proceso terapéutico en sí mismo,
así nos podremos decir que somos la única causa de su mejoría.
Es posible que un paciente, cuyo análisis es “interminable”,
sea víctima del narcisismo (primario) de su analista así como del suyo
propio y que una aparente reacción terapeútica negativa puede muy bien
proceder de una contrarresistencia del tipo de la que he comentado en la
historia clínica.
Todos sabemos que, de todas las posibles, raras son las
interpretaciones importantes y dinámicas en el curso de un análisis; pero
como en la Hª clínica, la interpretación que para el paciente es la justa,
puede ser precisamente aquella que por razones de contratransferencia y
contrarresistencia, es la menos válida para el analista en ese momento; y si
la interpretación es aquella que es justa para el analista, el paciente puede
aceptarla por temor, sumisión, etc., exactamente de la misma manera que
hubiera hecho si fuera la correcta con efecto positivo inmediato. Solamente
más tarde se apercibirá de que el efecto requerido no es el obtenido, que la
resistencia del paciente ha sido reforzada y el análisis prolongado.
IV
Se puede decir que es fatal para el analista identificarse
con el paciente y que la empatía ―que es distinta de la simpatía― y el
distanciamiento son esenciales para el proceso de la cura. Pero mientras que
el fundamento de la empatía, tanto como el de la simpatía, es la
identificación, el distanciamiento constituye la diferencia. El
distanciamiento es producido, al menos parcialmente, utilizando la función del
yo de probar la realidad introduciendo factores de tiempo y distancia. El
analista se identifica necesariamente con el paciente pero hay para él un
intervalo de tiempo entre él mismo y lo que para el paciente tiene una
cualidad de inmediatez; el analista sabe que se trata del pasado, mientras
que para el paciente aparece como presente, y es de hecho, en ese instante,
la experiencia propia del paciente y no la suya la que tenemos delante; y si
lo ha elaborado como algo del presente, el analista va a poner trabas al
desarrollo del paciente. Cuando el paciente produce (¿vive?) una experiencia
que es suya y no la del analista, un intervalo de distancia se introduce
también automáticamente. Una utilización con éxito de la
contratransferencia depende de la preservación de estos intervalos de
tiempo y distancia. La identificación del analista con las necesidades del
paciente debe ser introyectiva y no proyectiva.
Cuando se introduce tal intervalo de tiempo, el paciente
puede volver a apreciar lo que ha probado en su inmediatez y libre de toda
traba dejar venir al pasado por él mismo, tal cual; de esta forma puede
operarse una nueva identificación con el analista. Cuando el intervalo de
distancia es introducido, el paciente experimenta que le pertenece como propio
y que puede separarse psíquicamente del analista. El progreso depende de un
ritmo alternado de identificación y separación que se establece con lo que
el paciente prueba de sentimientos y emociones sabiendo que son propios, y
todo esto en un marco (¿encuadre, ambiente?) adecuado.
Volviendo a la Hª clínica del comienzo, he aquí lo que
ocurrió: el analista experimentó la envidia inconsciente reprimida de su
paciente como su propio sentimiento inmediato, y no como pasado, como
rememorado. En lo inmediato, el interés del paciente se centraba en la muerte
de su madre, y experimentaba la necesidad de realizar esta emisión radiofónica
como una interferencia para su proceso de duelo; el placer que esto le
proporcionaba se transformaba entonces en placer maníaco, como si él negara
la muerte de su madre. Es solamente más tarde, bastante después de la
interpretación, cuando el duelo fue transferido al analista, por consiguiente
se volvió pasado, él pudo experimentar la situación de celos como inmediata,
y de ahí reconocerlo como algo del pasado y rememorar la reacción
contratransferencial de su analista. Su reacción inmediata a los celos del
analista había sido fóbica; desplazamiento por identificación proyectiva y
re-represión.
De tales fallos en la elección del momento, o en el reconocimiento
de referencias en la transferencia, surgen los fracasos de la función del yo
para reconocer el tiempo y la distancia. El inconsciente no conoce ni tiempo
ni distancia. “Lo que es tuyo es mío, lo que es mío es mío sólo.” ― “Lo que es
tuyo, la mitad es mío, ¡Y la mitad de la mitad es mío porque todo es mío!”, son
modos de pensar infantiles que atañen tanto a los sentimientos y experiencias
como a las cosas, y así la contratransferencia puede convertirse en un
obstáculo para el progreso del paciente cuando el analista hace uso de ella.
El analista viene a ser entonces, un ciego que conduce a
otro ciego, pues no dispone del uso de ninguna de las dos dimensiones
necesarias para saber donde está en un momento dado. Pero cuando el analista es
capaz de mantener estos dos intervalos en su identificación con el paciente,
se hace posible para este último dar el paso siguiente y anularlos de nuevo
para continuar con la experiencia siguiente, si no el proceso de
establecimiento de estos intervalos deberá ser repetido.
Esta es una de las mayores dificultades del candidato en
formación o del analista que continúa su análisis: que puede engancharse con
las cosas del análisis de su paciente que tienen para él carácter de presente
o de inmediato, en lugar de aquellas del pasado, que son tan importantes. En
estas circunstancias, puede ser imposible para él mantener siempre este
intervalo de tiempo; y será necesario, entonces, aplazar el análisis en
profundidad, que podía eventualmente hacer con su paciente, hasta que a él
mismo le lleve más lejos su análisis y entonces esperar a que se produzca una
repetición del material.
V
Los recientes debates que ha habido aquí alrededor del
trabajo del Dr. Rosen, han hecho surgir el tema de la contratransferencia,
poniéndonos en el desafío de saber y comprender más claramente lo que hacemos.
Hemos oído decir cómo en el espacio de algunos días o algunas semanas,
pacientes que durante años habían permanecido inaccesibles, presentaron
cambios notables, que al menos en determinados aspectos, deben ser
considerados como mejorías. Sin embargo, lo que no estaba previsto en el
contrato, es que los pacientes parecen seguir dependiendo del terapeuta en
cuestión y pegados a él. La descripción de la manera en que fueron tratados
estos pacientes y los resultados obtenidos han herido y confundido
profundamente a la mayoría de nosotros, y ha suscitado entre nosotros de
forma visible, una buena dosis de culpabilidad, pues varios miembros, en su
contribución al debate se han golpeado el pecho para entonar un “mea culpa”.
He intentado comprender de donde venía tal culpabilidad, y
me parece que se explicaba por el rechazo inconsciente a dejar marchar al
paciente. Muchos pacientes seriamente enfermos, en particular los psicóticos,
son incapaces, ya sea por razones internas (psicológicas) o por razones
externas, financieras o de otra clase, de hacer un análisis completo y llevarlo
a lo que consideramos como un final satisfactorio. Es decir lograr un
desarrollo del yo suficiente para permitirles tener éxito en su vida con una
autonomía real respecto del analista. En los casos que nos han sido expuestos,
una relación superficial de dependencia se continúa (y de hecho es correcta)
indefinidamente por el camino de sesiones ocasionales de “mantenimiento”,
siendo el contacto deliberadamente preservado por el analista. Podemos
mantener tales pacientes en esta situación, sin sentir culpabilidad y parece
que una buena parte del éxito obtenido en su tratamiento depende precisamente
de esta ausencia de culpabilidad.
Además, puede existir, en el caso de una psicosis, una
tendencia del analista a identificarse particularmente con el ello del
paciente. De hecho, se encontraría, a veces, difícilmente con el yo con el
cual identificarse. Se tratará pues, de una identificación narcisista a
nivel de amor-odio primario, que tiende, sin embargo, por sí misma a
transformarse en amor de objeto. El estímulo poderoso de una personalidad
excesivamente desintegrada toca dentro del analista en los puntos peligrosos,
más profundamente reprimidos y más cuidadosamente defendidos. Y
correlativamente, sus mecanismos de defensa mas primitivos (y precisamente
los menos eficaces) son activados. Pero al mismo tiempo, un pequeño
fragmento del yo escindido del paciente puede identificarse con el yo del
terapeuta; (ahí donde está la comprensión que manifiesta el terapeuta, con
respecto a los temores del paciente filtrados hasta él, y donde él puede
introyectar el yo del terapeuta como un objeto bueno); y es por tanto capaz de
tomar contacto con la realidad vía el contacto del terapeuta con ella. Un
contacto tal es obligado y puede ser fácilmente roto en un primer tiempo,
pero es susceptible de ser reforzado y ampliado por un proceso de
introyección progresiva del mundo exterior, seguido de la re-proyección de un
investimiento gradualmente progresivo de la libido que en su origen era del
terapeuta.
Este contacto puede que no sea nunca suficiente para hacer
que el paciente sea capaz de mantenerse por sí mismo. En este caso, el
contacto continuado con el terapeuta es esencial, y su frecuencia deberá
variar según los cambios y condiciones del paciente. Yo compararía la posición
de este paciente con la de un hombre que ha conseguido no ahogarse y al que se
le agarra para auparle dentro de un barco: él está aún en el agua y su mano
está agarrada desde el borde de la nave por su salvador hasta que sea capaz de
asegurarse él mismo.
A esto se puede añadir ―es una verdad reconocida― que cuanto
más desintegrado está el paciente, mayor será la necesidad para el analista
de estar bien integrado.
En el caso de los psicóticos, que no responden de manera
ordinaria a la situación psicoanalítica habitual pero desarrollan una
transferencia que pueda ser interpretada y resuelta, ocurre que la
contratransferencia debe hacer todo el trabajo. Con el fin de encontrar en el
paciente algún elemento para establecer un contacto, el terapeuta debe
entonces permitir a sus ideas y a las satisfacciones libidinosas
desarrolladas en su trabajo, regresar hasta a un nivel extraordinariamente
bajo (podemos por ejemplo interrogarnos sobre el placer que experimenta un
analista cuando sus pacientes se duermen durante la sesión). Se ha dicho que
los mejores resultados terapéuticos se obtienen cuando el paciente está tan
perturbado que el terapeuta experimenta sentimientos intensos y un profundo
malestar y que el mecanismo subyacente podía ser una identificación con el
ello del paciente.
Pero estos resultados excepcionales nos vienen del trabajo
de dos tipos de analistas: uno, los debutantes, que no tienen miedo de
permitir a sus movimientos inconscientes una libertad considerable, pues por
falta de experiencia, como los niños, ignoran, no comprenden o no reconocen
los peligros. En la mayor parte de estos casos, el análisis funciona porque
los sentimientos positivos predominan. En caso contrario, los resultados
apenas son visibles o apenas revelados ― incluso podrían ser reprimidos.
Cada uno de nosotros tiene su cementerio privado, donde no todas las tumbas
tienen su inscripción.
La segunda categoría se compone de analistas experimentados
que han atravesado una fase de extrema prudencia, y que esperan el punto en que
ellos pueden fiarse, no sólo directamente de sus movimientos inconscientes como
tales (debidos a cambios resultantes de su propio análisis), sino también, de
si son capaces de conducir la contratransferencia a la conciencia siempre,
tal y como es en ese preciso momento, o al menos, de manera suficiente para ver
si están a punto de avanzar o retrasar la curación del paciente.
En otros términos, si son capaces de vencer la resistencia
de la contratransferencia.
Habrá ocasiones en las que el paciente mismo ayudará, pues
transferencia y contratransferencia no son solamente síntesis hechas por el
analista y el paciente tratados separadamente, sino el trabajo analítico en
un todo, resultando un esfuerzo conjunto. Hemos oído hablar a menudo, del
espejo que el analista tiende a su paciente, pero el paciente también tiende
el suyo al analista, y toda una serie de reflexiones, repetitivas y sujetas a
continuas modificaciones, se operan en cada uno de ellos. El espejo, para cada
uno, debería aclararse más y más a medida que progresara el análisis, pues
paciente y analista se responden uno al otro en una suerte de reverberación, y
el esclarecimiento progresivo de uno de los espejos implica necesariamente en
el otro el esclarecimiento correspondiente.
La ambivalencia del paciente le conduce a la vez a intentar
atacar las contrarresistencias del analista (lo que le puede parecer terrorífico)
y a identificarse y servirse de ellas como suyas. Desde este punto de vista, la
cuestión de hacer al paciente una interpretación “correcta” es de una
importancia considerable.
VI
Cuando se produce algo como lo que he comentado en mi
relato, puede no ser suficiente neutralizar el efecto de obstrucción de una
interpretación inoportuna o mala dando una interpretación “correcta” cuando la
ocasión se presente. No solamente el error debe ser admitido (el paciente
tiene derecho a expresar su propia cólera y a recibir expresiones de
arrepentimiento del analista, igual que cuando ocurre un error en el montante
de los honorarios o sobre la hora de la cita), sino que su origen en la contratransferencia
deberá ser explicado al paciente, salvo que haya una contraindicación precisa,
en cuyo caso la explicación será trasladada al momento conveniente que seguro
llegará. Una explicación como ésta puede ser esencial para el progreso del análisis
y sólo podrá tener resultados beneficiosos, pues reforzará la confianza del
paciente en la honradez y buena voluntad del analista, que sabe mostrarse
humano admitiendo que comete errores, todo esto mostrando la universalidad
del fenómeno de transferencia y como puede surgir en toda relación. Disimular
tal interpretación sólo podría causar daño.
Pero seamos claros: yo no quiero decir con ello que las
interpretaciones de contratransferencia deban ser soltadas de forma poco
juiciosa o sin consideración sobre el infortunado paciente, o que las
interpretaciones de transferencia deban ser hechas sin reflexionar en el mismo
día. Lo que yo quiero decir es que ellas no deben ser voluntariamente evitadas
ni limitadas a sentimientos justificados u objetivos, tal como Winnicott
explica en su artículo sobre “El odio en la contratransferencia”
(evidentemente, no puede en ningún caso hacerse sin que algo de la
contratransferencia sea consciente). Es necesario mostrar al paciente la
subjetividad de los sentimientos, igual que su origen efectivo no tiene
obligatoriamente que ser explicado, (no se trata de “confesiones”); bastará
la ocurrencia de hacer notar su propia necesidad de analizarlos. Pero, sobre
todo es importante que sean reconocidos a la vez por el paciente y por el
analista.
En mi opinión, hay un momento de desarrollo de cada cura en
que es esencial para el paciente reconocer en el analista no solamente la
existencia de sentimientos objetivos y fundados sino también de sentimientos
subjetivos. Es decir, que el analista debe desarrollar, y de hecho lo hace,
una contratransferencia inconsciente que, sin embargo, sea capaz de ordenarse
de forma que no interfiera con los intereses del paciente y particularmente,
con el desarrollo de la cura.
El momento en que se produce tal reconocimiento, variará
evidentemente según los análisis, pero pertenecerá menos a los primeros
períodos del análisis que a los posteriores. Los errores técnicos, o los que
se puedan producir con relación a las cuentas, por ejemplo, exigirán referirse
a los procesos mentales inconscientes del analista, (o sea,
contratransferencia) antes del momento que se habría escogido, pero esta
referencia puede ser suave, justo lo suficiente para aligerar la angustia
inmediata. Demasiada tensión si no podría elevar la angustia a un nivel
verdaderamente peligroso.
Se habla tanto de los fantasmas inconscientes de los
pacientes respecto a su analista que parece a menudo que ignoramos que vienen
para conocer sobre ellos mismos una buena parte de verdad, a la vez efectiva y
psíquica. Tal saber no podría ser nunca evitado, incluso si fuera deseable
hacerlo, pero los pacientes no saben que lo tienen y una parte de la tarea del
analista consiste en llevarlos a la conciencia, a lo que puede que el
paciente se resista más. A menudo, los psicoanalistas se comportan
inconscientemente exactamente como padres que levantan una pantalla de humo,
infligiendo a sus hijos el suplicio de Tántalo que consiste en ponerlos en la
tentación de ver lo que precisamente les prohiben ver; y no referirse a la
contratransferencia equivale a negar su existencia, o a prohibir al paciente
tener conocimiento y hablar de ello.
El análisis en profundidad del analista ―remedio siempre
citado al hablar sobre las dificultades de contratransferencia― puede, en el
mejor de los casos, ser incompleto, pues la tendencia a desarrollar
contratransferencias inconscientes infantiles nunca falta. El analista no
alcanza nunca la totalidad del ello inconsciente; recordemos solamente, que
la persona más completamente analizada continúa, sin embargo, soñando. La
propuesta de Freud, “Donde estaba el ello, ha de estar el yo” es un ideal, y
como la mayor parte de los ideales, nunca es plenamente realizable. Todo lo
que podemos conseguir es llegar al punto en que el analista no sea
paranoide ante las exigencias del ello, y en consecuencia que se encuentre
desprendido del punto de vista de su paciente; y recordar, además, que esto
cambia en él de día en día, según las tensiones y las necesidades a las que
está sometido.
En mi opinión, esta cuestión de una actitud paranoica o
fóbica del analista hacia sus propios sentimientos constituye el peligro y la
dificultad mayor de la contratransferencia.
El miedo verdaderamente real de ser invadido por algún
sentimiento, ya sea de rabia, angustia, amor, etc. respecto de su paciente y
de ser pasivo y estar a su merced, viene de una evitación o de una denegación
inconsciente. Reconocer honradamente estos sentimientos es esencial en el
proceso analítico; el analizando es naturalmente sensible a la menor falta de
sinceridad de su analista, y responderá inevitablemente de manera hostil. Se
identificará con el analista (por introyección) con el fin de negar sus propios
sentimientos, y explotará la situación de todas las formas posibles en
detrimento de su análisis.
He mostrado antes cómo la prolongación del análisis podía
ser imputada a la contratransferencia inconsciente (y no interpretada). Esto
puede ser la causa también de su fin prematuro, y tengo la impresión de que es
en las fases terminales cuando es más importante poner cuidado para evitar que
esto se produzca. Los analistas que escriben sobre las fases finales del
análisis, no cesan de hablar sobre la forma en que los pacientes llegan a un
cierto punto donde, bien se escapan e interrumpen el análisis justo en el
momento que es vital continuar para lograr terminarlo con éxito o bien se
refugian de nuevo en una de sus interminables repeticiones en lugar de
analizar las situaciones de angustia. En este punto, la contratransferencia es
el factor decisivo y la voluntad del analista de adaptarse a ello podría ser lo
más importante.
Quiero añadir que estoy segura de que las
contratransferencias inconscientes de calidad pueden ser también, a menudo,
origen de la terminación de los análisis que en un principio parecían ir a un
inevitable fracaso, como pueden producir un trabajo postanalítico en los
pacientes cuyo análisis se ha interrumpido prematuramente.
Por lo tanto, en las fases últimas del análisis, cuando la
capacidad del paciente para ser objetivo ha alcanzado un grado suficiente, es
particularmente necesario que el analista esté atento a las manifestaciones de
la contratransferencia y a las ocasiones que se presentan de interpretarla
directa o indirectamente, así como, y cuando, el paciente se las revele. Sin
esto, el paciente no reconocerá la mayor parte de los comportamientos
parentales irracionales que han sido un factor tan poderoso en el desarrollo
de su neurosis, pues allí donde el analista se comporta verdaderamente como
los padres y disimula el hecho, se encuentra este punto de represión continuada
de lo que pudo haberse reconocido como inevitable. Es una gran ayuda para el
paciente descubrir que tal comportamiento irracional de sus padres no era
destinado personalmente a él, aunque le era legado por ellos, y darse cuenta
del hecho de que el analista pueda parecerse en algunos momentos a esto, pero
de forma más benigna, le lleva a la convicción de que él ha comprendido y lo
pone en un proceso de volverse más tolerante.
Tendremos, evidentemente en cada análisis, los fantasmas de
los sentimientos del analista sobre su paciente ―los conocemos de siempre― y
que deben ser interpretados como un fantasma cualquiera. Además: un paciente
puede llegar a conocer los sentimientos reales de su analista antes de que él
sea plenamente consciente. Una áspera lucha empieza entonces contra la
aceptación de esta idea de que el analista puede experimentar de los
sentimientos inconscientes de contratransferencia, pero una vez que el yo
del paciente lo admite, ciertas ideas y ciertos recuerdos que hasta entonces
estaban inaccesibles, salen a la consciencia; si no, hubieran quedado reprimidos.
He hablado del paciente y el analista revelando su
contratransferencia, y de hecho, lo entiendo de manera literal, aunque eso
pueda evocar esa peligrosa cacería que consistiría en “analizar al analista”.
La “regla analítica” tal y como es hoy formulada nos es de una gran ayuda,
más que en su formulación original. No “exigimos” ya a nuestros pacientes que
nos digan todo lo que pasa por su cabeza. Por el contrario, les damos nuestro
permiso, para formar parte integrante de la contratransferencia del analista.
¿Que no lo acepta?... entonces se instalará la represión, con la mayor
resistencia, conllevando a la prolongación o interrupción del análisis. Esta
formulación diferente de la regla analítica va pareja con una forma
diferente de hacer interpretaciones o comentarios; antes, los analistas,
como los padres, decían lo que querían cuando querían, porque tenían derecho a
ello, y los pacientes tenían que aguantarse. Hoy, con este permiso para
hablar o de rehusar libremente a hacerlo, pedimos a nuestros pacientes que
nos permitan decir cualquier cosa y a cambio que les permitimos aceptarla o
rehusarla. Esto nos da una mayor libertad para elegir el momento de hacer una
interpretación y la forma de darla, reduciendo la actitud didáctica y
autoritaria.
Incidentalmente, una buena parte de las interpretaciones de
transferencia que se hacen habitualmente pueden ser ampliadas para demostrar
la posibilidad de la contratransferencia. Por ejemplo: “Usted tiene la
sensación de que estoy colérico, como lo estaba su madre cuando...” puede
incluir: “Hasta donde yo sé, no siento cólera, pero me hará falta saber qué es
lo que siento, y si estoy colérico, saber por qué, porque no hay una verdadera
razón para que lo esté”. Tales cosas se dicen pero no son consideradas como
interpretaciones de contratransferencia. Para mí, sí lo son, y pienso que haría
falta desarrollar conscientemente su utilización como modo de liberar las
contratransferencias y volverlas más directamente utilizables.
En su intervención en el congreso de Zurich (Int. Jour.
Psycho-Anal., 31, 1950), la Dra. Heimann ha hecho notar la aparición de un
sentimiento de contratransferencia como una clase de señal comparable al
desarrollo de la angustia, en tanto que pone en guardia ante la aproximación
de una situación traumática. Si lo he comprendido bien, la perturbación de la
que habla, es angustia, pero angustia secundaria, justificada y objetiva,
produciendo en el analista un retraimiento y un conocimiento mayor de lo
que está pasando. Ella ha especificado que en su opinión, es preferible evitar
las interpretaciones de contratransferencia.
Pero la angustia sirve en primer lugar para otro fin. De
entrada es un medio para adaptarse a un trauma actual, como puede ser la
incapacidad para realizar tal adaptación. Esta angustia secundaria, con el
saber y la vigilancia que implica, podría enmascarar una angustia más
primitiva. A nivel consciente, el analista y el paciente son sensibles a sus
propias paranoias recíprocas y a sus mutuos sentimientos de persecución, y
de ahí, pueden acabar, por decirlo así sincronizados (o “en fase”), de tal modo,
que el análisis mismo será utilizado por ambos como defensa. En ese momento
el analista se arriesga a hacer un giro, pasando de una identificación
proyectiva a una identificación introyectiva con su paciente, que se acompaña
de una pérdida de aquellos intervalos de tiempo y distancia que mencionaba
antes. El paciente, de forma recíproca, se defenderá con una identificación
introyectiva del analista, incapaz de proyectar en el contrario sus propios
objetos persecutorios.
Tal situación no puede resolverse más que por el
reconocimiento consciente de la contratransferencia, sea por el analista, sea
por el paciente. No reconocerlo conducirá a una interrupción prematura o a
una prolongación intempestiva; en un caso como en el otro, tendremos una
re-represión de lo que si no se habría hecho consciente y un reforzamiento de
las resistencias. La interrupción prematura no es necesariamente fatal para
el éxito final del análisis, igual que no lo es su prolongación, pues una
comprensión suficiente y una contratransferencia de calidad hacen posibles
progresos ulteriores e incluso después que el análisis esté terminado por la
influencia de otras introyecciones ya hechas.
Es evidente que el analista ideal no existe más que en la
imaginación (del paciente o del analista) y no se da como presente y vivo más
que en momentos enrarecidos. Pero si el analista puede confiarse a las
tendencias modificadas de su ello y a sus propias represiones de valor como en
alguna cosa positiva de su paciente (probablemente alguna cosa que le haya
ayudado al comienzo emprender dicho análisis), estará en posición de
proporcionar al paciente bastante de lo que le ha faltado en su primer entorno
y que por consiguiente le es terriblemente necesario: una persona que le
permita progresar sin interponerse ni estimularlo excesivamente. Entonces se
forma en el análisis un espacio, y el paciente puede servirse para desarrollar
las figuras rítmicas de fondo y construir los ritmos más complejos que son
necesarios para acomodarse al mundo de las realidades exteriores y a su
propio mundo interior en perpetuo crecimiento.
VII
He intentado mostrar cómo los pacientes responden a la
contratransferencia inconsciente de su analista; y en particular, la
importancia de una actitud paranoide del analista respecto a su
contratransferencia. La contratransferencia es un mecanismo de defensa de
tipo sintético que proviene del yo inconsciente del analista, siendo sometida
al imperio de la compulsión a la repetición; pero trasferencia y
contratransferencia son a pesar de todo síntesis, son producto del trabajo
inconsciente y conjunto de paciente y analista, dependen de condiciones que
son en parte internas y en parte externas a la relación analítica, y varían de
semana en semana, de día en día, es decir, de instante en instante con los
rápidos cambios intra y extrapsíquicos. Las dos son esenciales en el
psicoanálisis, e igual que la transferencia, la contratransferencia no debe
ser temida o evitada; de hecho, no puede ser evitada ― sólo puede tenerse en
cuenta, controlar su extensión y procurar servirse de ella.
Igual que el análisis es para el analista una verdadera
sublimación, y no una perversión o una manía (como puede ocurrir a veces);
también es posible evitar una neurosis de contratransferencia. Fragmentos de
neurosis de contratransferencia transitorios surgirán de tiempo en tiempo,
incluso en el analista más hábil, experto y mejor analizado, y pueden servir
positivamente para ayudar a los pacientes a conseguir una mejoría por medio de
su propia transferencia. Según la actitud del analista hacia la
contratransferencia (actitud que es a fin de cuentas aquella que tiene hacia
las exigencias de su propio ello y de sus propios sentimientos), se conducirá
por la angustia paranoide, la denegación, la condenación o la aceptación o
utilizará la fuerza de su voluntad para permitir a la contratransferencia
hacerse consciente, para él y para su paciente; así, el paciente se encontrará
envalentonado para responder; bien explotándola de manera repetitiva o bien
haciendo uso de ella progresivamente con buen fin.
La interpretación de la contratransferencia según las líneas
que he tratado de trazar aquí producirá en el paciente demandas hacia el
analista que pueden resultar duras; pero lo mismo ocurre con la transferencia
cuando se ha empezado a utilizar. Hoy día, la transferencia se toma en
consideración, se ha encontrado que tiene sus compensaciones en cuanto a que
las mociones libidinales y deseos creadores y reparadores del analista,
encuentran una satisfacción efectiva y el poder y el éxito de su trabajo se ven
reforzados. Tales resultados, creo, se producirán si utilizamos más la
contratransferencia y si descubrimos cómo servirnos de ella.
Insisto, para terminar, en el aspecto experimental de cada
una de las ideas expuestas.
[1] Little, Margaret I.
(1951) Counter-Transference and the Patient’s Response to it, Int J Psychoanal,
Vol. 32, 1951.
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