compañeros infaltables

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domingo, 27 de abril de 2014

UNA CLÍNICA SIN MUCHO DE REALIDAD GUY LE GAUFEY



Cualquiera que sea el adjetivo que califica, a veces, a una clínica — por ejemplo : «analítica» – se ha de esclarecer primero el lazo que toda clínica mantiene con la dimensión de «realidad» con la que parece estar íntimamente ligada. Intenté desplegar anteriormente la semiótica que trama el funcionamiento del signo en la situación clínica , lo que me contentaré con resumir así por ahora : el signo clínico corresponde perfectamente a la definición clásica del signo, según la cual el signo representa algo para alguien. Lo cierto es que a partir de tal definición, el «algo» puede ser entendido de diversas maneras – sin mencionar al «alguien» que, también, puede ser objeto de lecturas varias.

El signo clínico se especifica, entre los demás signos, por tener algo que siempre pertenece a la dimensión de una u otra «realidad» diferente de la suya propia. Veremos un poquito más tarde, en unos cuantos detalles, qué pensar de este término de «realidad», pero antes de indagar en esta dirección, tenemos que tomar en cuenta el hecho de que la noción misma de «realidad» se opone a la del signo. Por supuesto, se puede considerar una cierta realidad del signo mismo; pero en el caso del signo clínico, diferenciamos, sin pensar en ello, la realidad del signo y la de su referente. ¿Por qué?

La escena clínica

La clínica empieza cuando se producen signos enigmáticos, signos que no dan por sí mismos sus significaciones propias, y frente a los cuales se encuentran por lo menos dos personajes (se pueden reducir a uno, pero en este caso los dos papeles diferentes se unen en una misma persona) : primero, el clínico, el supuesto saber, no tanto de lo que significa exactamente cada signo en cuanto se presenta, sino el advertido de la naturaleza engañadora del signo en sí mismo, y consecuentemente, el que no se deja embaucar por un saber libresco que da a un signo su significación sin buscar más… su referencia. Ahí está el busilis.

Y por otra parte, está el segundo, al que vamos a nombrar el alumno, el inocente, el que a veces ni ve al signo, o si se lo ve, cierra el pico sin arriesgarse más allá, o peor aún: se precipita a leerlo como en un libro, blandiendo entonces una significación vacía que no funde su pertinencia en la singularidad del caso, sino únicamente en la generalidad de un saber no-clínico, precisamente.

Esta diferencia entre estos dos personajes es importante porque despliega en el espacio teatral de una escena el camino irrepresentable que permite ir del signo a su referente – y por eso tocar una significación localmente pertinente. El alumno encarna aquí al signo en su opacidad, en su presencia pura de signo, es decir: una configuración sensible que, de una u otra manera, deja adivinar que está representando algo diferente, y que entonces hay que buscar este «algo» con lo que está ligado. Enseñar que hay como una valencia libre es lo que califica al signo como tal. Puede ser el primer trabajo del clínico, que apunta al hecho de que tal apariencia sensible no se puede entender sin la presencia de una causa propia, o también el del alumno que ya practica, como cada uno, la gimnasia general del signo y sabe, más o menos instintivamente, cuando una percepción tiene un valor anunciador de otra cosa, o no.

El clínico, por su lado, encarna – en la confianza que le dan los alumnos, en su papel de relativa autoridad, en su saber práctico tan codiciable – la convicción, sino es que la certeza, de que efectivamente HAY algo diferente, HAY un referente, de suerte que el signo hasta ahora enigmático va a liberar pronto la significación encerrada en él mismo, que seguía teniendo escondida. Y todo esto gracias al clínico y su lectura paciente, cuidadosa y atenta. Así, la escena clínica se ofrece como la de un drama, de una aventura catártica que puede tropezar y fallar, pero también tener éxito en la producción de una significación que proviene de un lazo muy fuerte entre el signo y su algo ya que, las más de las veces, se trata de una relación de causalidad: el signo es una consecuencia de la existencia del referente, del algo.

El signo clínico se ofrece como signo porque algo se construyó directamente, o inició su desarrollo a través de una serie de etapas más o menos complejas. La fiebre aparente, visible, procede de la infección bacteriológica no visible y de la defensa del organismo frente a ésta. Así dice el clínico que conoce todo el camino : la debilidad de las bacterias a temperaturas mayores de 38 grados, el sistema de defensa inmunitaria y su inverosímil inteligencia de la situación, etc. Todo un saber, en este momento libresco, se une allí a la percepción del lado manifiesto del signo para sostener el lazo entre este signo y su referente, al construir una cadena causal sin ruptura. Todo esto parece bastante científico, muy seguro, entonces: ¿cuál es la diferencia cuando decimos que la fobia procede de la angustia de castración? ¿O que la histeria procede de un deseo insatisfecho?.

Cuando este lazo de la significación correcta acaba por establecerse, la diferencia entre el alumno y el clínico se destruye localmente, se reduce a nada. Bien mirado todo esto, hay algo de la caída del telón sobre la obra semiótica que había empezado con el surgimiento del signo enigmático. El público siempre se identifica fuertemente con esta pareja alumno/clínico porque en ellos dos se inscribe el misterio del signo y su cumplimiento, su manera de alcanzar por fin su significación. Pasar así del alumno medio ciego al clínico cuya mirada sabe traspasar la opacidad del signo es casi por excelencia la odisea semiótica en sí misma, y es por eso que el buen clínico tiene tanto de Ulises: astuto, hábil, reflexivo, intuitivo y trabajador.

A partir de este planteamiento mínimo sobre el signo clínico en su tensión dramática, tenemos que referirnos a la obra mayor de Michel Foucault, en la cual aisló como nadie antes lo había hecho lo que llamó «el nacimiento de la clínica». Su búsqueda lo condujo a diferenciar con maestría los caminos a través de los cuales se dibujó una nueva clínica, la que hoy todavía entendemos cuando hablamos de una clínica cualquiera.

El nuevo objeto de la clínica

El magnífico libro de Foucault – en mi opinión, probablemente el mejor que escribió, por su estilo, su fuerza de convicción y la pertinencia de sus análisis – nos permite apreciar la consistencia histórica que tomó este término desde su reinvención al inicio del siglo XIX.

Al dedicarse a destacar el papel de las fuerzas políticas en juego, en la construcción de la nueva importancia del término «clínica» antes y después de la Revolución francesa, Foucault no busca tanto esclarecer el dispositivo semiótico en este giro. Se preocupa, sobre todo, por lo que llama «el fenómeno de convergencia entre las exigencias de la ideología política y las de la tecnología médica». Pero a lo largo de su trabajo, no puede evitar consideraciones bastante semióticas al esclarecer el papel atribuido a la mirada clínica.

En ello sobresale su talento de escritor para dar existencia y consistencia a un ser tan fugaz como el de una mirada nueva en el orden médico. No es que la clínica fuese algo nuevo en sí mismo. Desde Hipócrates y Galeno, el lecho del enfermo siempre había sido el lugar privilegiado de la indagación médica. Pero Foucault tiene razón, o por lo menos nos convence y nos obliga a capitular sin resistencia frente a la idea de que en el viraje del siglo de las luces, algo intervino en la mirada clínica que nunca hubiera podido ocurrir antes.

Muestra con toda claridad que la singularidad del caso clínico nunca se presenta naturalmente, por sí misma, a pesar de sus pretensiones de hacerlo así. Nos informa que la constitución de la clínica moderna se hizo en primer lugar en un combate contra la medicina de la Facultad y a favor de la Société Royale de Médecine, un combate entre una medicina de las esencias de las enfermedades, y otra de las apariencias de las enfermedades, interesada en las epidemias, con un estilo más higienista, y casi estadístico. Esto fue un viraje decisivo para que se destacase la enfermedad, no en sí misma, sino en sus apariencias visibles, y más allá de sus particularidades sociales, regionales, familiares, etc. Sólo este episodio histórico de lucha entre dos medicinas permite entender bien por qué la mirada clínica necesitó un terreno nuevo, un terreno que ya no tenía nada natural, el de una nueva concepción del espacio del hospital clínico en el cual los signos de la enfermedad se presentaban como en un ámbito homogéneo. Esto es un punto clave: el objeto de la mirada clínica ya no se encuentra en la naturaleza, como pura manifestación de su esencia a través de la variedad de sus apariencias, sino en el hospital clínico, es decir en un lugar en el cual han sido aislados algunos casos típicos de enfermedades. Lo que se encuentra entonces en semejante lugar clínico donde reina la mirada clínica, no son tanto enfermedades, sino conjuntos de signos que plantean problemas semiológicos, y revelan la presencia indirecta de tal o cual enfermedad. Hubo aquí un cambio de valor de lo visible: antes, los signos patológicos no eran más que los índices directos de una enfermedad considerada como un ser, complejo y ajeno pero bien individuado. En el hospital clínico, los signos valen por sí mismos, componen un mensaje que el clínico debe descifrar signo por signo, letra por letra.

Importancia de la descripción

A partir de esta primera elección que produce el nuevo terreno clínico, se plantea mejor el problema de una clínica moderna: por supuesto, hay una prioridad ética y técnica del ojo, de la mirada que destaca los signos, pero esto no basta ya que se trata de enseñar al alumno, y por eso de conjugar la agudeza de la mirada advertida del clínico con el aparato del lenguaje. Es únicamente a través de este último que se puede esperar una transmisión del saber clínico. De ahí la importancia de la «descripción», término clave del universo clínico. Un cierto Amard, citado por Foucault, decía muy bien: «L’art de décrire les faits est le suprême art en médecine ; tout pâlit devant lui ».

Al buscar una nitidez lingüística tan aguda como la de su discernimiento visual, el saber clínico hubo de inventarse rápidamente una terminología bastante rígida, ya que se trataba entonces de conjugar la singularidad de lo visto con la homogeneidad de lo transmisible. De ahí un conflicto grave entre el naturalismo de una clínica abierta a una mirada no recargada con un saber ajeno al objeto, y la indispensable nomenclatura más o menos rígida gracias a que la mirada inocente puede transformarse en una palabra culta, que reconoce a través de la dispersión de los datos de todo orden, los elementos pertinentes para establecer el diagnóstico correcto. Este es el conflicto que se encarna en los dos personajes de la escena clínica que describía al inicio.

Lo más interesante en las consideraciones de Foucault es lo que él llama «la estructura alfabética de la enfermedad »; aquí se encuentran sus notaciones en lo que se refiere al nexo entre semiología médica y semiótica general, es decir entre síntoma y signo.

Esta concepción alfabética corresponde a un cambio de paradigma mucho más amplio que el que estudiamos aquí. A lo largo del siglo XVII y de la primera parte del siglo XVIII, el modelo de la constitución de un saber ya era la clasificación botánica, que ordenaba a partir de las semejanzas visibles la heterogeneidad perceptible, sin tener miedo de perderse en una arborescencia indefinida. Era, en aquel entonces, el paradigma central para pasar de la infinitud de lo perceptible a la finitud de los elementos del saber humano. A partir del fin del siglo XVIII, es al contrario: la gramática , se presenta como un modelo de construcción de un saber, en la medida en que revela cómo una lengua permite comprender que la infinitud de lo que se puede significar proviene de una serie finita de términos – algo que debía reducirse más tarde a la doble articulación del lenguaje. Ya no se trataba entonces, en la construcción de un saber, de describir al infinito las diferencias perceptibles, sino también de fabricar la batería mínima cuyos términos se encontrarían en todas las manifestaciones que pudiéramos visualizar . A la mirada: las variedades sin fin de lo visible; a la terminología clínica: los ladrillos elementales a partir de los cuales se construyen las enfermedades, y por eso se entienden.

De tal modo que ya no se trata de percibir una enfermedad en sí misma, sino únicamente lo que llamo aquí sus «ladrillos», es decir los signos mínimos con los que el clínico concluirá sobre tal o cual enfermedad. El diagnóstico surge como una conclusión hipotética, y no como la percepción indirecta de una enfermedad que se escondería detrás de los signos que la traicionan. «¿Qué es una pleuresía?», pregunta el gran médico francés Cabanis después de haber descrito los signos que la caracterizan. Él mismo contesta: «Es el cúmulo de estos accidentes que la constituyen. La palabra “pleuresía” no hace más que recordarlos de una manera más abreviada .» Tenemos entonces que considerar un cierto nominalismo de la clínica moderna en el sentido de que lo que existe realmente, ya no son tanto las enfermedades, consideradas como los universales de la Edad media, sino los signos patológicos en sus propios referentes. Estos signos constituyen el alfabeto clínico que el buen alumno debe aprender de memoria. Es casi al revés de la concepción anterior en la cual los mismos signos no eran más que una especie de dibujos sobre una tela visible que testimoniaban de la presencia de un ser tan invisible como nefasto, aciago y funesto.

Foucault escribe páginas memorables sobre el hecho de que, en este viraje, una concepción bastante religiosa de la enfermedad, como manifestación individuada de lo malo, se deshace en favor de otra concepción que encuentra en la muerte, en la patología anatómica, la racionalidad última de las fuerzas que se oponen a la vida. La nueva clínica se quiere laica, no porque sus clínicos serían en adelante ateos, sino porque la presencia milenaria de lo malo en lo maligno, el malestar, lo maléfico se desvanece como principio unitario de cada enfermedad. Hasta entonces, cada una tenía una existencia propia que podía ser pensada como un sujeto en el reino de lo malo, obedeciendo a su amo, el espíritu maligno. El gran modelo de la encarnación, que permitió durante siglos pensar el nexo entre esencia y existencia, entre el ser y sus manifestaciones, seguía siendo un eje fundamental en la vieja clínica, en la antigua manera de pasar de la variedad de los signos a la unidad de una enfermedad. De ahí en adelante, debido a la mirada clínica que se reconcentra en la lectura de los signos patológicos presentes en un hospital hecho para enseñarlos, desaparece el reino de lo malo con sus sujetos, las diferentes enfermedades, y se dibuja un nuevo nexo entre signo y realidad.

Realidad clínica y racionalidad

La realidad que cada signo implica entonces, ya no es la enfermedad misma. Esto es clarísimo en la cita de Cabanis: el mismo signo puede muy bien encontrarse en enfermedades totalmente diferentes. Sólo el conjunto apunta a una, y a una sola. Pero se necesitaba un paso más para liberarse claramente de la noción de esencia de cada enfermedad, y de su inscripción en una nosografía y una nosología . Fue el trabajo del médico francés Broussais quien, en la famosa cuestión de las fiebres, llegó a considerar que todas (se conocían por lo menos una docena), no eran una sola, por supuesto, sino que era la manera en que los tejidos reaccionaban cuando, por una razón cualquiera, estaban irritados. A la concepción de una serie de fiebres esenciales se substituía la idea de una misma forma de reacción del organismo. En una disputa con otro médico, el mismo Broussais hablaba de «desesencializar» el «estatuto general de la fiebre» para considerar únicamente la localización del signo aparente, y entender a partir de ahí el sufrimiento, no del enfermo, sino del tejido aislado por la localización (y eventualmente, si se podía, curarlo).

Con él, ya no se trata entonces de buscar signos que permitirían concluir sobre tal o cual enfermedad, sino de localizar el signo en el espacio del cuerpo, porque esta localización permite concebir una causalidad (y luego una racionalidad) que ya no requiere del pensamiento de entidades casi metafísicas, como se le aparecían a Broussais las enfermedades que le ofrecía la nosología de su época. El signo clínico basa en adelante su racionalidad en esta indispensable localización. Comenta Foucault :

L’espace local de la maladie est en même temps, et immédiatement, un espace causal..

El espacio local de la enfermedad es al mismo tiempo, y en el acto, un espacio causal .

Pero este espacio necesita absolutamente una lesión, por lo menos la manifestación en el espacio del cuerpo del signo que autoriza atribuirlo a una causa directa o indirecta. Aquí está el punto clave de la nueva clínica, que permitía no precipitarse hacia cualquier esencialidad de la enfermedad, y por eso mismo, no regresar tan rápido al modo de pensar de antes, utilizando la nueva terminología de la clínica moderna. Aquí podemos adivinar algunas preguntas que es posible plantear a una clínica analítica, empezando con problemas que se encuentran en la psiquiatría.

Lesión o no lesión

En su nacimiento mismo, esta clínica psiquiátrica se encuentra dividida entre los que buscan incansablemente la lesión –y triunfan cuando la encuentran, como en la parálisis general-, y los que ni siquiera piensan en buscarla, como el psiquiatra francés François Leuret y su «tratamiento moral», en la primera parte del siglo XIX. Ahora se trata de lo mismo, sólo que la lesión se ha reducido en un punto preciso del funcionamiento neuro-biológico: si falta la cantidad x de tal o cual neuro-transmitor, esto desempeña sin problema el papel atribuido anteriormente a la lesión porque siempre se trata de la localización de un tejido corporal. La quimioterapia puede presentarse como la continuación de una clínica seria, en el hilo de la gran clínica inventada al inicio del siglo XIX, porque sus éxitos demuestran la presencia de una causalidad física, química, y luego espacial y corporal. Pero este ideal médico no pudo abarcar la totalidad inestable del campo psiquiátrico; de ahí la tentación de construir un nuevo tipo de clínica, que ya no se apoyara tanto en la lesión y el tipo de funcionamiento de su signo, sino en la producción de un signo de otra naturaleza, mucho más discursiva. Los grandes clínicos psiquiatras del fin del siglo XIX y del inicio del XX (Legrand du Saule, Sérieux et Capgras, De Clérambault, etc.) se aventuraron en un modo de descripción que ambicionaba rivalizar con la clínica moderna. No tengo el tiempo suficiente para detallar sus esfuerzos, entonces mejor me dirijo directamente a Freud que agravó considerablemente la cuestión, al cortar casi por completo, el último lazo que quedaba con la nueva inteligencia del signo establecida por la nueva clínica.

Se sabe bastante bien que la fractura entre Charcot y Freud se produjo sobre la cuestión de la lesión ; pero no existe tanta gente que pueda medir bien la importancia de la pérdida de Freud en el terreno de la racionalidad clínica cuando se decidió a abandonar su «neurotica», es decir no sólo la idea de una causalidad lesional, sino también la de un trauma sexual en la patogenia de la histeria. En este caso, la noción de tejido corporal podía ser sustituida por la de, digamos, tejido histórico: la teoría de la degeneración, por ejemplo, lo hacía sin mayor problema por los psiquiatras que la practicaban, al considerar que la historia de las generaciones era capaz de explicar la presencia de síntomas clínicos. Pero la suposición lesional seguía siendo decisiva para ellos; nadie se permitía negarla, sólo aplazarla un poco. Freud, sin vacilar mucho, la abandonó, no sin problema para él, y sobre todo para la cohorte de sus alumnos en la cual no todos entendieron bien las consecuencias de tal renuncia.

Freud mismo extremó las cosas hasta poner en duda que el análisis se apoyaba de manera decisiva en la noción de causalidad. En su conferencia XXVII, pregunta a sus supuestos auditores si saben bien lo que se llama una «terapia causal». Su descripción corresponde muy estrechamente a la de una clínica médica en el mejor sentido de la palabra. Pero precisa de inmediato que el análisis no se puede entender así, esencialmente a causa de este fenómeno extraño, crucial en el tratamiento, que tenemos que nombrar: la transferencia.

¿Por qué tal precisión? Porque a sus ojos hubiera sido un error fatal concebir la repetición ligada a la transferencia como la prueba de que hubiera pasado lo mismo anteriormente. Una transferencia al padre sobre «la persona del médico», escribe Freud, no es la prueba de que «el enfermo hubiera sufrido anteriormente de semejante lazo libidinal inconsciente con su padre ». Se deshace aquí la posibilidad de pensar tranquilamente en una especie de «clínica histórica» que constituyera sin embargo y aparentemente el único recurso de una clínica analítica.

¿Qué pasa entonces del lado del signo? Habíamos entrevisto que la nueva clínica se había dado una comprensión muy precisa de los referentes de los signos que a ella le interesaban, a través de su preocupación por la localización. La realidad que buscaba el nuevo clínico pertenecía de pleno derecho a la realidad que el nuevo discurso científico estaba midiendo. Podemos recordar aquí el hecho de que la tercera sección del primer libro en La ciencia de la lógica, de Hegel, se intitula «Teoría de la medida», y corre sobre más de sesenta páginas. Esta pasión de la medida implica una concepción del signo a la cual pertenece de pleno derecho el signo clínico. No es que, de vez en cuando, este signo tome un giro cualitativo; sino que el referente de este signo sigue siendo algo espacial, algo que, bajo algunas condiciones, podría ser medido.

Dos clínicas, dos signos

Encontramos aquí una de las más viejas distinciones en la naturaleza del signo: los escépticos consideraban que debían por lo menos diferenciar los signos «conmemorativos» y los signos «indicativos». Cito ahora a Sextus Empiricus:

Se dice que un signo es «conmemorativo» cuando ha sido claramente observado asociado a la cosa significada en el momento en que ésta es obvia, y nos induce, cuando ésta última ya no es evidente, a recordar aquella primera asociación, aun cuando el objeto significado ya no se presenta actualmente de manera manifiesta .

Un signo se llamará «de indicación», no cuando está claramente asociado a la cosa significada, sino cuando designa, en virtud de su naturaleza propia y de su constitución, aquello de lo que es el signo, como por ejemplo los movimientos del cuerpo son los signos del alma.

No nos sorprende el ejemplo final, que nos indica, en este caso, que la nueva clínica se fundaba en el signo «conmemorativo», como lo aconsejaban los escépticos para quienes los signos «de indicación» no ameritaban ser considerados como signos verdaderos. Pero es claro también que la clínica freudiana se instaló, en gran parte, en el terreno de este signo «de indicación», ya que la realidad a la cual remitía la mayoría de los signos que a Freud le interesaba, nunca la había visto nadie. Su «realidad psíquica», tan necesaria como era, lo ponía en un terreno semiótico en el cual se perdía la posibilidad de emplear las técnicas de la nueva clínica.

¿Se podía fundar otra clínica? Nos encontramos, hoy todavía, ante esta misma pregunta y lo mejor que podemos hacer es no olvidar los datos de este tan bien llamado «nacimiento» de la clínica. Es notable que Freud no disimuló la dificultad, y la reconoció plenamente en este tan bien conocido primer párrafo intitulado «Epicrisis», en el caso de Elizabeth von R…, en los Estudios sobre la histeria. Escribe:

No he sido psicoterapeuta siempre, sino que me he educado, como otros neuropatólogos, en diagnósticos locales y electroprognosis, y por eso a mí mismo me resulta singular que los historiales clínicos por mí escritos se lean como unas novelas breves, y de ellas esté ausente, por así decir, el sello de seriedad que lleva estampado lo científico. Por eso me tengo que consolar diciendo que la responsable de ese resultado es la naturaleza misma del asunto, más que alguna predilección mía ; es que el diagnóstico local y las reacciones eléctricas no cumplen mayor papel en el estudio de la histeria, mientras que una exposición en profundidad de los procesos anímicos como la que estamos habituados a recibir del poeta me permite, mediando la aplicación de unas pocas fórmulas psicológicas, obtener una suerte de intelección sobre la marcha de una histeria.

Esto se lee generalmente como algo bastante romántico, sin que se mida bien el desenganche semiótico que aquí está puesto en obra. La invención ulterior de la «bruja», es decir de la metapsicología, agravaría la situación en la medida en que la «realidad» de sus instancias está totalmente incluida en la lógica de los signos «de indicación», y subvierte también la base de la clínica cuyo nacimiento ha sido tan bien descrito por Foucault.

El pie que le falta a una clínica analítica

Nuestra descripción se ha complicado bastante, y para progresar en nuestra aclaración de lo que es una clínica analítica, tenemos que volver nuevamente sobre el escenario clínico tal como se lo presenté inicialmente. En el momento en que se aleja el referente del signo, pasando de la casi presencia de la «conmemoración» a la casi ausencia de la «indicación» como en las «novelas breves» de Freud, se desvanece también el alumno: ya no hay ahí nadie que vea el signo en sí mismo, con plena inocencia. Para que se vea el signo mismo se necesita aquél que va a establecerlo: el analista, el narrador, el paciente, poco importa su título, pero al famoso triángulo de partida: clínico/alumno/signo, le falta, de ahora en adelante, un pie. El signo, tan enigmático en su sentido como obvio en su presencia en la clínica médica, ha desaparecido como tal; en adelante, para enseñarlo, habrá que construirlo.

Antes, en el tiempo de la clínica que estudió Foucault, la naturaleza próxima del referente se revelaba en el hecho de que el signo mismo se daba generosamente para cualquier mirada atenta, lista y deseosa de instruirse. Ahora bien, se revela con nuestro nuevo escenario un rasgo que estaba bastante escondido en nuestras primeras consideraciones a propósito de la escena clínica: el alumno era, por principio, absolutamente cualquiera. El clínico no, pero el alumno sí, porque él era únicamente este punto de ceguera y de aprendizaje progresivo que lo hacía pasar del signo opaco al signo cumplido. En eso, es el hermano del observador científico que es necesario en toda ciencia experimental: este observador es cualquiera, o no es. Por el contrario, «la situación analítica, como lo escribe Freud, aquí directo en lo esencial, no admite cualquier tercero». Aparentemente, con esta frase, se trata sólo de aislar a la pareja analista/paciente. Pero ello implica también que no se puede introducir disimuladamente este tercero, este observador tan importante en el estatuto del objeto científico, ya que su presencia determina la capacidad de repetir la experiencia. Tenemos aquí, con el tratamiento analítico, una vivencia que no se puede repetir, que no autoriza a un tercero, y que luego no nos ofrece un signo de la misma naturaleza que el de la experiencia científica, o clínica. Esto se olvida comúnmente, y tendemos a recibir el signo clínico analítico como un signo «conmemorativo» cuando siempre es, sin ninguna duda, un signo «de indicación», totalmente construido por el que pretende enseñarlo.

He aquí una de las razones por las cuales Lacan identificó, en su seminario RSI, la realidad psíquica y la religiosa: ambas se alcanzan por signos «de indicación». Y por más indispensables que sean estos signos en el orden semiótico, no autorizan una clínica en el sentido que la desplegó Foucault, aunque les pese a tantos analistas que hablan de «Clínica freudiana» y de «Clínica lacaniana» sin pestañear, considerando que colgar un adjetivo por ahí y un sustantivo por allá no es sino una mera cuestión de gramática.

¿Tenemos acaso que afligirnos por esas condiciones tan críticas en lo que se refiere al nivel de realidad del signo pertinente en una clínica que, a pesar de mis ironías anteriores, se querría analítica? No, porque son aún más graves de lo que parecen, y precisamente en esta desmesura, encontramos nuestra suerte en la medida en que logramos tocar el punto en que ya no se necesita seguir corriendo detrás de una realidad cualquiera.

De lo que se trata ahora es de abandonar la realidad histórica así como también la psíquica, ya que esta última trae con ella la oposición normal/patológico que funda toda la psicopatología. De tal modo que se desvanecen muchas cosas al mismo tiempo: el alumno (el observador), el signo enigmático y la perspectiva de su referente, pero también la pareja normatividad/patología que estaba silenciosamente al principio de la elección del signo clínico. Nos encontramos ahora en un mar de palabras sin contar siquiera con una guía para saber por dónde buscar lo que permitiría cerrar una significación correcta.

No quiero dármelas aquí de poeta, y encomiar los deleites del silencio interior, o de la pura presencia a las cosas de ese mundo nuestro, como lo hizo tan bien Hugo von Hofmannsthal en su carta de Lord Chandos; me gustaría mucho más hacerme eco de la noción de primeidad forjada por Charles Sanders Peirce, noción que comenté largamente durante el último seminario que dicté aquí el año pasado. Se trata de considerar con esto un lado del signo que generalmente uno se apresura a pasar por alto: el signo sin relación a nada y a nadie. Ni en relación a quien lo produce como signo enigmático, ni tampoco en relación a quien lo escucha con plena inocencia, ni en relación a lo que fuera que le diera su significación. Se trata del signo fuera de su complemento referencial y de cualquier dimensión de interlocución, tal como Peirce lo presenta en su base: un puro «would be», algo en espera, que trae su propia música, como si estuviera casi totalmente ensimismado. Este concepto de primeidad desafía la razón ya que plantea la necesidad de darse algo que no tiene ninguna relación con nada: o sea, algo aparente y perfectamente incomprensible.

En esta exigencia, no hay sin embargo nada de chifladura de poeta. Surge más bien como condición inexpugnable del equilibrio interno del signo en su tripartición básica: para alcanzar cualquier triplicidad, hay que apoyarse en un «uno» que se sostenga por sí mismo, sin buscar más amparo – otro ejemplo de la misma necesidad, es lo que hace Lacan, de otra manera, con su rasgo unario. Se podría demostrar aquí la pertinencia semiótica de esta primeidad tal como la concibió Peirce; pero ¿qué hay de su pertinencia en el suelo analítico en busca de su clínica ?





El ocurrir del sujeto

La ruptura entre los signos y sus referentes se desarrolla siguiendo dos planos diferentes. Uno condujo al hallazgo de la incompletud de lo simbólico a través de los esfuerzos de David Hilbert y Kurt Gödel. Esta ruptura permitió estudiar la consistencia propia de un sistema de signos, sin hacer intervenir ninguna propiedad de sus referentes. Este fue el caso de la aritmética que, desde Frege y Russell, y su descubrimiento de las famosas paradojas, forcejeaba sin poder establecer su propia consistencia, porque siempre se mezclaban las propiedades de sus escrituras con las de los nombres, incluyendo así el terrible infinito que generaba –cada uno lo sabía bien– las paradojas. En 1931, Gödel demostró finalmente que, a pesar de su postura de eje central de las matemáticas, la aritmética no podía demostrar su propia completud. Eso no constituye, de ningún modo, una debilidad suya, sino un punto clave de su funcionamiento.

Pero nos interesará más, para concluir, el otro lado –que les importa un bledo a los matemáticos. Aquí ya no se trata de construir un sentido, o de encerrar a cualquiera significación, sino de arreglárselas de tal manera que uno pueda quedarse a la espera, sufriendo el hecho de que, precisamente, el sentido no se dé, no se encuentre, y aun a veces se rehuse tercamente durante un largo largo tiempo. Pienso, por ejemplo, en ciertos análisis de sueños que acaban trayendo signos totalmente enigmáticos, que no se dejan reducir a cualquier significación, precisamente lo que Lacan llamó:«las letras en suspenso (en souffrance) en la transferencia». Si hay, como se dice a veces, una clínica «de la transferencia», ésta tiene que tomar en cuenta, con agudeza, esta tensión peculiar que caracteriza al analista, por lo menos tanto como su saber teórico, práctico y cualquier otra cosa que viniera de su análisis «didáctico». No es exactamente ignorancia de su parte, o paciencia, o «cualidad de escucha»: todas esas palabras se refieren a faltas y virtudes personales y yoicas. Se trata más bien de una postura semiótica en la cual el signo encuentra su condición inaugural, aquella que destacó Peirce con tanta audacia gracias a su «primeidad», es decir también: el mero valor de llamada del signo –y me gusta en esta ocasión poder referirme al castellano que alberga aquí algo de la «llama» en la «llamada». Lo que da su llama al signo se ahoga y se muere en la significación –sin la cual no obstante no podríamos hacer nada.

Más arriba del cierre de la significación, a partir de la cual se puede desplegar todo lo psicopatológico si se quiere, existe este punto de acogida del signo que sobrepasa cualquier clínica en la medida en que se presenta como una especie de celebración de la dimensión simbólica a través de la cual encuentra su propia existencia el sujeto de la palabra. El analista, en su capacidad de no reducir todo lo que se dice a significaciones, manteniéndose a la espera de un sentido que no logra alcanzar su cierre, sin dejar escapar algo vago –precisamente esto vago que va a interpretar el otro signo, éste que siempre está por venir–, el analista se coloca decididamente en el lecho de la corriente simbólica.


Al respetar así a lo vago que caracteriza el cierre mismo de cada significación, este analista ofrece puntualmente a su paciente el albergue en el cual toda realidad está en suspenso: la de su historia como la de sus fantasías, la de sus traumas como la de su goce. De este suspenso, obviamente, no se puede decir mucho. Pero cuando este vacío falta, cuando la clínica que se quiere analítica se construye y se enseña en forma de psicopatología, cada uno puede saber, en el acto, que se ha perdido esta carencia de realidad que da su llama, su ánimo, al orden y al desorden simbólico.

jueves, 17 de abril de 2014

Margaret Little[1]. "Contratransferencia y respuesta del paciente"







Fuente: http://elpsicoanalistalector.blogspot.com.ar/2008/10/margaret-little-contratransferencia-y.html


Comenzaré contando parte de un caso clínico:

Un paciente, cuya madre acaba de morir, debe dar una conferencia en la radio so­bre un tema que sabe que es del interés de su analista. Le ha dado el texto de la con­­ferencia para que lo lea y el psicoanalista tiene la posibilidad de escuchar la emi­­sión. Debido a la reciente muerte de su madre, la verdad es que el paciente se sien­te poco dispuesto en ese momento para pronunciar esa conferencia; sin em­bar­go, no puede anular su colaboración. El día siguiente a la emisión, llega a la se­sión en un estado de angustia y confusión extremos. El analista (que es un analista con experiencia) interpreta este sufrimiento como el temor del paciente de que él, el analista, tenga envidia de su indudable éxito y de las consecuencias del mismo y quiera arrebatárselo. La interpretación es aceptada, el sufrimiento cede rá­pi­da­men­te y el análisis continúa.

Dos años más tarde (el análisis ya había terminado), el paciente acude a una ve­la­da en la que no se divierte nada y se da cuenta de que ese día se sitúa justamente una semana después del día del aniversario de la muerte de su madre. Recuerda en ese momento la angustia que había sentido en el momento de la emisión ra­diofó­ni­ca dándose al final cuenta de algo que era simple y evidente: su tristeza se debía a que su madre ya no estaba ahí para alegrarse de su éxito (ni podía siquiera en­te­rar­se) y la culpabilidad, porque había muerto, había estropeado el placer que hu­bie­ra podido tener por su éxito.

En lugar de procurarse los medios para poder hacer el duelo por su madre (anu­lan­do la emisión), se sintió conducido a negar esta muerte de manera casi “maníaca”.

Vemos, que la interpretación de entonces, que sustancialmente habría podido ser co­rrecta, lo había sido sobre todo en principio para el analista que estaba en efecto en­vidioso de él y su propia culpabilidad inconsciente había suscitado una in­ter­pre­ta­ción inexacta. El paciente la había aceptado porque había reconocido in­cons­cien­temente que era correcta para su analista y debido a su identificación con él. Tam­bién actualmente podía aceptarla como verdadera para él mismo, pero de for­ma totalmente distinta y en un nivel diferente: el de su propia envidia hacia el éxi­to de su padre en la relación con su madre, y la culpabilidad sentida al obtener él mis­mo un éxito cerca de su madre: su padre, en efecto, podría haberse sentido ce­lo­so y desear privarle del éxito. El comportamiento del analista al hacer aquella in­terpretación debe ser imputado a la contratransferencia.


II

Es sorprendente que la contratransferencia haya suscitado tan pocos escritos, apar­te de algunos libros y artículos que tratan principalmente de la técnica y des­ti­na­dos a los candidatos en formación y cuyos autores destacan todos ellos los mis­mos dos puntos: la importancia y el peligro potencial de la contratransferencia y la ne­cesidad de un análisis en profundidad para los analistas.

Los escritos sobre la transferencia, al contrario, abundan, y lo que se encuentra en ellos podría, a menudo, aplicarse también a la contratransferencia. Me pregunto por qué. Y por qué analistas tan distintos unos de otros utilizan este mismo tér­mi­no de contratransferencia, cuando el significado que le dan difiere tanto.

Este término es utilizado esencialmente para significar todo o parte de lo si­guien­te:

a. La actitud inconsciente del analista hacia su paciente.

b. Los elementos reprimidos no analizados del propio analista que coloca so­bre el paciente de forma idéntica a la forma en que el paciente “transfie­re” sobre su analista los afectos sentidos hacia sus padres o los objetos de su infancia: el analista considera a su paciente (momentáneamente y de ma­nera variable) como consideraba a sus propios padres.

c. Cualquier actitud o mecanismo específico mediante el cual el analista lle­ga a conocer la transferencia de su paciente.

d. La totalidad de las actitudes y comportamientos del analista hacia su pa­cien­te, conllevando esto todas las actitudes conscientes e inconscientes.

La cuestión es: ¿Por qué la contratransferencia está tan mal definida? ¿Es in­de­fi­ni­ble? ¿Es imposible aislarla verdaderamente en la medida de que una idea general de la contratransferencia es incómoda y poco manejable?

He encontrado a este respecto cuatro razones:

1) Yo diría que la contratransferencia inconsciente es algo que no se ob­ser­va como tal, sino únicamente en sus efectos.

Esta dificultad es comparable a la que encuentran los físicos cuando in­ten­tan definir u observar una fuerza como la de la gravedad o la onda lu­mi­no­sa que no puede ser observada ni analizada directamente.

2) Pienso que una parte de la dificultad (considerando a la transferencia me­tapsicológicamente) viene del hecho de que la actitud total del analista com­promete todo su psiquismo: compromete a su ello y a fragmentos de su superyó y de su yo (a estos los ecos del paciente también les con­cier­nen), y ninguna frontera claramente delimitada los separa.

3) Todo análisis ―autoanálisis incluído― supone un analizando y un ana­lis­ta; y en cierto modo, son inseparables. Del mismo modo, transferencia y con­­tra­transferencia son inseparables ― de donde se deduce el hecho de que lo que se escribe de una puede muy bien aplicarse a la otra.

4) La más importante de estas reflexiones; pienso que el analista tiene una ac­titud hacia la contratransferencia, es decir, hacia sus propios sen­ti­mien­tos y sus propias ideas, bien paranoide o fóbica, y especialmente cuando sus sentimientos tengan el peligro de ser subjetivos.

En uno de sus escritos técnicos, Freud indica que los progresos del psicoanálisis se han visto entorpecidos durante más de diez años por el temor de interpretar la trans­ferencia. La actitud de los terapeutas de otras escuelas, por otra parte, ha con­sis­tido hasta hoy en considerarla como muy peligrosa y en evitarla. La postura de la mayoría de los psicoanalistas en relación a la contratransferencia es pre­ci­sa­men­te la misma, es decir, la consideran como un fenómeno conocido y reconocido pe­ro piensan que no es necesario interpretarla e incluso que puede ser peligroso. Sea lo que sea, es difícil tener conocimiento (si es que se puede) de lo que es in­cons­ciente; y tratar de observar e interpretar algo inconsciente en sí mismo puede com­pararse con el intento de observar tu propia nuca ―es mucho más cómodo ver la de otro―. El hecho mismo de la transferencia del paciente lleva al analista más fá­cilmente a la evitación por proyección y racionalización, siendo estos dos me­ca­nis­mos característicos de la paranoia. El mito del analista impersonal, casi in­hu­ma­no, no manifestando ningún sentimiento, es compatible con esa actitud. Me pre­­gunto, en tanto que el progreso del psicoanálisis está en juego, si el fracaso pa­ra utilizar correctamente la contratransferencia no ha podido tener precisamente el mis­mo efecto que aquel que resulta de la ignorancia o negligencia de la trans­fe­ren­cia. Si hacemos un uso apropiado de la contratransferencia, ¿no tendremos un uten­silio muy valioso, más bien indispensable?

Mientras redactaba este artículo, me ha sido difícil discernir qué sentido de la con­tra­transferencia utilizaba y he comprobado que me deslizaba de uno a otro, cuan­do en principio quería limitarlo a sentimientos reprimidos, infantiles, subjetivos, irra­cionales, agradables o penosos, que pertenecen a mi segunda definición (la cual lleva generalmente a considerar la contratransferencia como fuente de di­fi­cul­tades y peligros).

Pero los elementos inconscientes pueden ser a la vez normales y patológicos. To­do lo reprimido no es siempre patológico de la misma forma que todo elemento cons­ciente no es siempre “normal”. La relación global paciente-analista incluye a la vez lo “normal” y lo patológico, lo consciente y lo inconsciente, la transferencia y la contratransferencia, en proporciones variables; abarcará siempre algo de es­pe­cí­fico a la vez para el individuo paciente y para el individuo analista. Es decir, ca­da contratransferencia, la que sea, difiere de otra, como es diferente cada trans­fe­ren­cia, cambia de día en día con variaciones que se operan a la vez en el analista, en el paciente y en el mundo exterior.

La contratransferencia reprimida es un fruto de la parte inconsciente del yo del ana­lista, la que le es más próxima, la que le pertenece más íntimamente y la me­nos en contacto con la realidad. A ello se suma el que la compulsión a la re­pe­ti­ción va a insistir en este sentido. Pero además de la represión otras actividades jue­gan un papel importante en la contratransferencia, siendo la más importante la ac­tividad de síntesis y de integración. En mi opinión, la contratransferencia es una de las formas más importantes de compromiso que el yo muestra más habilidad en fa­bricar. Es bajo este aspecto, del mismo orden que un síntoma neurótico, una per­ver­sión o una sublimación.

En ella, la satisfacción libidinal está parcialmente prohibida y parcialmente acep­ta­da; un elemento de agresión es movilizado a la vez por la satisfacción y la pro­hi­bi­ción, y la distribución de la agresión determina la proporción relativa de cada una de ellas. En la medida que la transferencia, como la contratransferencia, se vuel­ca en otra persona, los mecanismos de proyección e introyección son de par­ti­cu­lar importancia.

Si paranoia y contratransferencia están anudadas, entramos en un extenso tema de de­bate, y hablar de la respuesta del paciente ante la contratransferencia, no será más que un sinsentido mientras que no hayamos encontrado una vía de apro­xi­ma­ción más sencilla. La mayor parte de nuestras dificultades, desgraciadamente, me pa­recen provenir de una simplificación excesiva y de una tendencia casi com­pul­si­va a separar lo consciente de lo inconsciente y lo inconsciente reprimido de lo que es inconsciente pero no reprimido, a menudo por ignorancia del aspecto dinámico del que se trata. Una vez más querría decir aquí que si hablé esencialmente de ele­men­tos reprimidos de la contratransferencia no me limito estrictamente a ellos, les de­jo flotar entre otros elementos de la relación global. Y aun a riesgo de parecer con­tradictorio, yo diría que esta “aproximación ingenua” es sobre todo un pretexto pa­ra debatir algunos puntos para a continuación intentar relacionarlos de nuevo con el tema principal.

Hablar de aspectos dinámicos nos lleva a la cuestión:

¿Cuál es la fuerza conductora de un análisis? ¿Qué es lo que empuja al paciente irre­sistiblemente a mejorar? La respuesta es ciertamente que son las necesidades combinadas del paciente y del analista. Necesidades que en el caso del analista han sido modificadas e integradas como resultado de su propio análisis de forma que son más dirigidas (¿controladas?) y más eficaces. La combinación acertada de estas necesidades me parece que depende de un tipo peculiar de identificación del analista con su paciente.

III

Conscientemente ―y en gran parte también inconscientemente― deseamos que nues­tros pacientes vayan a mejorando y podemos identificarnos fácilmente con su de­seo de mejorar, de estar mejor con su yo; pero inconscientemente tendemos tam­bién a identificarnos con el superyó y el ello del paciente haciéndolo también cuando se prohibe ir mejor, y desee quedarse enfermo y dependiente, al hacer es­to, podemos enlentecer el proceso de curación. Inconscientemente, podríamos tam­bién explotar la enfermedad del paciente para nuestros propios fines libi­di­na­les y agresivos: explotación a la que el paciente nos responderá deprisa...

Un paciente que ha sido analizado durante un tiempo considerable, generalmente se convierte en objeto de amor de su psicoanalista. Es a él a quien se dirigen los de­seos reparadores del analista, pero estas tendencias reparadoras, incluso las cons­cientes, pueden, sin embargo, bajo el aspecto de una represión parcial, dejarse do­minar por la compulsión a la repetición, de forma que se haga necesario hacer que el paciente vaya de mejor en mejor, lo que, de hecho, puede significar vol­ver­le más y más enfermo con el fin de poderle curar continuamente. Sin embargo co­rrec­tamente utilizado, este proceso repetitivo puede ser un factor de progreso, y “el ponerse malo” toma la forma necesaria y efectiva de liberar las angustias; que pue­den ser entonces interpretadas y trabajadas; pero esto implica por parte del ana­lista un grado de consentimiento inconsciente de que su paciente vaya bien y por lo tanto que se vuelva independiente y le deje. En general, podemos admitir que todo esto es aceptable para cualquier analista, pero los fallos en el momento de la interpretación como se describía en la Hª clínica, los fallos en la com­pren­sión o cualquier otra traba en el proceso de perlaboración jugarán sobre el miedo que tenga el paciente a ir mejor, porque todo lo que sea “ir mejor” comporta el ries­go de perder a su analista. Y tales fallos no pueden ser corregidos en tanto que el paciente no dé la oportunidad para ello. La compulsión de repetición del pa­cien­te es aliada de la del analista, además, si éste está dispuesto a no repetir su error inicial, intensificará las resistencias de su paciente.

Este rechazo inconsciente del analista a dejar que su paciente se vaya, puede to­mar a veces formas muy sutiles, en las cuales el análisis mismo es utilizado como una racionalización. Pedir a un paciente que no actúe en las situaciones exteriores al análisis puede poner trabas a la formación de relaciones extra analíticas que for­man parte de la curación y muestran la evidencia del progreso y desarrollo de su yo. La transferencia sobre personas externas, no estorba necesariamente el trabajo ana­lítico, si el analista quiere utilizarla. Pero el analista puede actuar contra­ria­men­te, como los padres que “por el bien de su hijo”, ponen trabas a su desarrollo y no lo autorizan a querer a “otros”. Está claro que el paciente tiene necesidad de es­tas transferencias, exactamente igual que un niño tiene necesidad de iden­ti­fi­car­se con otras personas además de sus padres y de su propia familia.

Este tipo de cosas son tan insidiosas que solo las percibimos más que muy len­ta­men­te y con resistencias, haciéndonos aliados del superyó del paciente a través de nuestro propio superyó. Con esto, no hacemos más que demostrar nuestra propia in­capacidad para tolerar que alguna otra cosa opere sobre el paciente, o sobre el pro­ceso terapéutico en sí mismo, así nos podremos decir que somos la única causa de su mejoría.

Es posible que un paciente, cuyo análisis es “interminable”, sea víctima del nar­ci­sis­mo (primario) de su analista así como del suyo propio y que una aparente reac­ción terapeútica negativa puede muy bien proceder de una contrarresistencia del ti­po de la que he comentado en la historia clínica.

Todos sabemos que, de todas las posibles, raras son las interpretaciones impor­tan­tes y dinámicas en el curso de un análisis; pero como en la Hª clínica, la in­ter­pre­ta­ción que para el paciente es la justa, puede ser precisamente aquella que por ra­zo­nes de contratransferencia y contrarresistencia, es la menos válida para el ana­lis­ta en ese momento; y si la interpretación es aquella que es justa para el analista, el paciente puede aceptarla por temor, sumisión, etc., exactamente de la misma ma­nera que hubiera hecho si fuera la correcta con efecto positivo inmediato. So­la­men­te más tarde se apercibirá de que el efecto requerido no es el obtenido, que la re­sistencia del paciente ha sido reforzada y el análisis prolongado.


IV

Se puede decir que es fatal para el analista identificarse con el paciente y que la em­patía ―que es distinta de la simpatía― y el distanciamiento son esenciales pa­ra el pro­ceso de la cura. Pero mientras que el fundamento de la empatía, tanto co­mo el de la simpatía, es la identificación, el distanciamiento constituye la di­fe­ren­cia. El dis­tanciamiento es producido, al menos parcialmente, utilizando la función del yo de probar la realidad introduciendo factores de tiempo y distancia. El ana­lis­ta se identifica necesariamente con el paciente pero hay para él un intervalo de tiem­po entre él mismo y lo que para el paciente tiene una cualidad de inmediatez; el ana­lis­ta sabe que se trata del pasado, mientras que para el paciente aparece co­mo pre­sen­te, y es de hecho, en ese instante, la experiencia propia del paciente y no la su­ya la que tenemos delante; y si lo ha elaborado como algo del presente, el ana­lista va a poner trabas al desarrollo del paciente. Cuando el paciente produce (¿vi­ve?) una experiencia que es suya y no la del analista, un intervalo de distancia se in­tro­du­ce también automáticamente. Una utilización con éxito de la contra­trans­­fe­ren­cia depende de la preservación de estos intervalos de tiempo y distancia. La iden­ti­ficación del analista con las necesidades del paciente debe ser intro­yec­ti­va y no pro­yectiva.

Cuando se introduce tal intervalo de tiempo, el paciente puede volver a apreciar lo que ha probado en su inmediatez y libre de toda traba dejar venir al pasado por él mis­mo, tal cual; de esta forma puede operarse una nueva identificación con el ana­lis­ta. Cuando el intervalo de distancia es introducido, el paciente experimenta que le pertenece como propio y que puede separarse psíquicamente del analista. El pro­greso depende de un ritmo alternado de identificación y separación que se es­ta­ble­ce con lo que el paciente prueba de sentimientos y emociones sabiendo que son pro­pios, y todo esto en un marco (¿encuadre, ambiente?) adecuado.

Volviendo a la Hª clínica del comienzo, he aquí lo que ocurrió: el analista expe­ri­men­tó la envidia inconsciente reprimida de su paciente como su propio sen­ti­mien­to inmediato, y no como pasado, como rememorado. En lo inmediato, el interés del paciente se centraba en la muerte de su madre, y experimentaba la necesidad de realizar esta emisión radiofónica como una interferencia para su proceso de due­lo; el placer que esto le proporcionaba se transformaba entonces en placer ma­nía­co, como si él negara la muerte de su madre. Es solamente más tarde, bastante después de la interpretación, cuando el duelo fue transferido al analista, por consi­guien­te se volvió pasado, él pudo experimentar la situación de celos como inme­dia­ta, y de ahí reconocerlo como algo del pasado y rememorar la reacción contra­trans­ferencial de su analista. Su reacción inmediata a los celos del analista había si­do fóbica; desplazamiento por identificación proyectiva y re-represión.

De tales fallos en la elección del momento, o en el reconocimiento de referencias en la transferencia, surgen los fracasos de la función del yo para reconocer el tiem­po y la distancia. El inconsciente no conoce ni tiempo ni distancia. “Lo que es tu­yo es mío, lo que es mío es mío sólo.” ― “Lo que es tuyo, la mitad es mío, ¡Y la mitad de la mitad es mío porque todo es mío!”, son modos de pensar infantiles que atañen tanto a los sentimientos y experiencias como a las cosas, y así la con­tra­transferencia puede convertirse en un obstáculo para el progreso del paciente cuan­do el analista hace uso de ella.

El analista viene a ser entonces, un ciego que conduce a otro ciego, pues no dis­po­ne del uso de ninguna de las dos dimensiones necesarias para saber donde está en un momento dado. Pero cuando el analista es capaz de mantener estos dos inter­va­los en su identificación con el paciente, se hace posible para este último dar el pa­so siguiente y anularlos de nuevo para continuar con la experiencia siguiente, si no el proceso de establecimiento de estos intervalos deberá ser repetido.

Esta es una de las mayores dificultades del candidato en formación o del analista que continúa su análisis: que puede engancharse con las cosas del análisis de su pa­ciente que tienen para él carácter de presente o de inmediato, en lugar de aque­llas del pasado, que son tan importantes. En estas circunstancias, puede ser im­po­si­ble para él mantener siempre este intervalo de tiempo; y será necesario, enton­ces, aplazar el análisis en profundidad, que podía eventualmente hacer con su pa­cien­te, hasta que a él mismo le lleve más lejos su análisis y entonces esperar a que se produzca una repetición del material.


V

Los recientes debates que ha habido aquí alrededor del trabajo del Dr. Rosen, han he­cho surgir el tema de la contratransferencia, poniéndonos en el desafío de saber y comprender más claramente lo que hacemos. Hemos oído decir cómo en el es­pa­cio de algunos días o algunas semanas, pacientes que durante años habían per­ma­necido inaccesibles, presentaron cambios notables, que al menos en deter­mi­na­dos aspectos, deben ser considerados como mejorías. Sin embargo, lo que no esta­ba previsto en el contrato, es que los pacientes parecen seguir dependiendo del te­ra­peuta en cuestión y pegados a él. La descripción de la manera en que fueron tra­ta­dos estos pacientes y los resultados obtenidos han herido y confundido pro­fun­da­mente a la mayoría de nosotros, y ha suscitado entre nosotros de forma visible, una buena dosis de culpabilidad, pues varios miembros, en su contribución al de­ba­te se han golpeado el pecho para entonar un “mea culpa”.

He intentado comprender de donde venía tal culpabilidad, y me parece que se expli­caba por el rechazo inconsciente a dejar marchar al paciente. Muchos pa­cien­tes seriamente enfermos, en particular los psicóticos, son incapaces, ya sea por ra­zo­nes internas (psicológicas) o por razones externas, financieras o de otra clase, de hacer un análisis completo y llevarlo a lo que consideramos como un final sa­tis­factorio. Es decir lograr un desarrollo del yo suficiente para permitirles tener éxi­to en su vida con una autonomía real respecto del analista. En los casos que nos han sido expuestos, una relación superficial de dependencia se continúa (y de he­cho es correcta) indefinidamente por el camino de sesiones ocasionales de “man­te­nimiento”, siendo el contacto deliberadamente preservado por el analista. Po­de­mos mantener tales pacientes en esta situación, sin sentir culpabilidad y parece que una buena parte del éxito obtenido en su tratamiento depende precisamente de es­ta ausencia de culpabilidad.

Además, puede existir, en el caso de una psicosis, una tendencia del analista a i­den­­tificarse particularmente con el ello del paciente. De hecho, se encontraría, a ve­­ces, difícilmente con el yo con el cual identificarse. Se tratará pues, de una iden­ti­­ficación narcisista a nivel de amor-odio primario, que tiende, sin embargo, por sí mis­ma a transformarse en amor de objeto. El estímulo poderoso de una per­so­na­li­dad excesivamente desintegrada toca dentro del analista en los puntos peligrosos, más profundamente reprimidos y más cuidadosamente defendidos. Y corre­la­ti­va­men­te, sus mecanismos de defensa mas primitivos (y precisamente los menos efi­ca­­ces) son activados. Pero al mismo tiempo, un pequeño fragmento del yo es­cin­di­­do del paciente puede identificarse con el yo del terapeuta; (ahí donde está la comprensión que manifiesta el terapeuta, con respecto a los temores del paciente fil­trados hasta él, y donde él puede introyectar el yo del terapeuta como un objeto bueno); y es por tanto capaz de tomar contacto con la realidad vía el contacto del te­­rapeuta con ella. Un contacto tal es obligado y puede ser fácilmente roto en un pri­­mer tiempo, pero es susceptible de ser reforzado y ampliado por un proceso de in­­troyección progresiva del mundo exterior, seguido de la re-proyección de un in­ves­timiento gradualmente progresivo de la libido que en su origen era del tera­peu­ta.

Este contacto puede que no sea nunca suficiente para hacer que el paciente sea ca­paz de mantenerse por sí mismo. En este caso, el contacto continuado con el te­ra­peu­ta es esencial, y su frecuencia deberá variar según los cambios y condiciones del paciente. Yo compararía la posición de este paciente con la de un hombre que ha conseguido no ahogarse y al que se le agarra para auparle dentro de un barco: él está aún en el agua y su mano está agarrada desde el borde de la nave por su sal­vador hasta que sea capaz de asegurarse él mismo.

A esto se puede añadir ―es una verdad reconocida― que cuanto más desin­te­gra­do es­tá el paciente, mayor será la necesidad para el analista de estar bien inte­gra­do.

En el caso de los psicóticos, que no responden de manera ordinaria a la situación psi­coanalítica habitual pero desarrollan una transferencia que pueda ser inter­pre­ta­da y resuelta, ocurre que la contratransferencia debe hacer todo el trabajo. Con el fin de encontrar en el paciente algún elemento para establecer un contacto, el tera­peu­ta debe entonces permitir a sus ideas y a las satisfacciones libidinosas desa­rro­lla­das en su trabajo, regresar hasta a un nivel extraordinariamente bajo (podemos por ejemplo interrogarnos sobre el placer que experimenta un analista cuando sus pa­cientes se duermen durante la sesión). Se ha dicho que los mejores resultados te­­rapéuticos se obtienen cuando el paciente está tan perturbado que el terapeuta experimenta sentimientos intensos y un profundo malestar y que el mecanismo sub­yacente podía ser una identificación con el ello del paciente.

Pero estos resultados excepcionales nos vienen del trabajo de dos tipos de ana­lis­tas: uno, los debutantes, que no tienen miedo de permitir a sus movimientos in­cons­cientes una libertad considerable, pues por falta de experiencia, como los ni­ños, ignoran, no comprenden o no reconocen los peligros. En la mayor parte de es­tos casos, el análisis funciona porque los sentimientos positivos predominan. En ca­so contrario, los resultados apenas son visibles o apenas revelados ― incluso po­­drí­an ser reprimidos. Cada uno de nosotros tiene su cementerio privado, donde no to­das las tumbas tienen su inscripción.

La segunda categoría se compone de analistas experimentados que han atravesado una fase de extrema prudencia, y que esperan el punto en que ellos pueden fiarse, no sólo directamente de sus movimientos inconscientes como tales (debidos a cam­­bios resultantes de su propio análisis), sino también, de si son capaces de con­du­cir la contratransferencia a la conciencia siempre, tal y como es en ese preciso momento, o al menos, de manera suficiente para ver si están a punto de avanzar o retrasar la curación del paciente.

En otros términos, si son capaces de vencer la resistencia de la contratransfe­ren­cia.

Habrá ocasiones en las que el paciente mismo ayudará, pues transferencia y con­tra­transferencia no son solamente síntesis hechas por el analista y el paciente tra­ta­dos separadamente, sino el trabajo analítico en un todo, resultando un esfuerzo con­junto. Hemos oído hablar a menudo, del espejo que el analista tiende a su pa­cien­te, pero el paciente también tiende el suyo al analista, y toda una serie de re­fle­xiones, repetitivas y sujetas a continuas modificaciones, se operan en cada uno de ellos. El espejo, para cada uno, debería aclararse más y más a medida que pro­gre­sara el análisis, pues paciente y analista se responden uno al otro en una suerte de reverberación, y el esclarecimiento progresivo de uno de los espejos implica ne­cesariamente en el otro el esclarecimiento correspondiente.

La ambivalencia del paciente le conduce a la vez a intentar atacar las contra­rre­sis­ten­cias del analista (lo que le puede parecer terrorífico) y a identificarse y servirse de ellas como suyas. Desde este punto de vista, la cuestión de hacer al paciente una interpretación “correcta” es de una importancia considerable.


VI

Cuando se produce algo como lo que he comentado en mi relato, puede no ser su­fi­ciente neutralizar el efecto de obstrucción de una interpretación inoportuna o ma­la dando una interpretación “correcta” cuando la ocasión se presente. No so­la­men­te el error debe ser admitido (el paciente tiene derecho a expresar su propia có­lera y a recibir expresiones de arrepentimiento del analista, igual que cuando ocu­rre un error en el montante de los honorarios o sobre la hora de la cita), sino que su origen en la contratransferencia deberá ser explicado al paciente, salvo que ha­ya una contraindicación precisa, en cuyo caso la explicación será trasladada al momento conveniente que seguro llegará. Una explicación como ésta puede ser esen­cial para el progreso del análisis y sólo podrá tener resultados beneficiosos, pues reforzará la confianza del paciente en la honradez y buena voluntad del ana­lis­ta, que sabe mostrarse humano admitiendo que comete errores, todo esto mos­tran­do la universalidad del fenómeno de transferencia y como puede surgir en to­da relación. Disimular tal interpretación sólo podría causar daño.

Pero seamos claros: yo no quiero decir con ello que las interpretaciones de con­tra­trans­ferencia deban ser soltadas de forma poco juiciosa o sin consideración sobre el infortunado paciente, o que las interpretaciones de transferencia deban ser he­chas sin reflexionar en el mismo día. Lo que yo quiero decir es que ellas no deben ser voluntariamente evitadas ni limitadas a sentimientos justificados u objetivos, tal como Winnicott explica en su artículo sobre “El odio en la contratrans­feren­cia” (e­vi­dentemente, no puede en ningún caso hacerse sin que algo de la contra­trans­fe­ren­cia sea consciente). Es necesario mostrar al paciente la subjetividad de los sen­timientos, igual que su origen efectivo no tiene obligatoriamente que ser expli­ca­do, (no se trata de “confesiones”); bastará la ocurrencia de hacer notar su propia ne­cesidad de analizarlos. Pero, sobre todo es importante que sean reconocidos a la vez por el paciente y por el analista.

En mi opinión, hay un momento de desarrollo de cada cura en que es esencial para el paciente reconocer en el analista no solamente la existencia de sentimientos ob­je­tivos y fundados sino también de sentimientos subjetivos. Es decir, que el ana­lis­ta debe desarrollar, y de hecho lo hace, una contratransferencia inconsciente que, sin embargo, sea capaz de ordenarse de forma que no interfiera con los inte­re­ses del paciente y particularmente, con el desarrollo de la cura.

El momento en que se produce tal reconocimiento, variará evidentemente según los análisis, pero pertenecerá menos a los primeros períodos del análisis que a los pos­teriores. Los errores técnicos, o los que se puedan producir con relación a las cuen­tas, por ejemplo, exigirán referirse a los procesos mentales inconscientes del ana­lista, (o sea, contratransferencia) antes del momento que se habría escogido, pe­ro esta referencia puede ser suave, justo lo suficiente para aligerar la angustia in­mediata. Demasiada tensión si no podría elevar la angustia a un nivel ver­da­de­ra­men­te peligroso.

Se habla tanto de los fantasmas inconscientes de los pacientes respecto a su ana­lis­ta que parece a menudo que ignoramos que vienen para conocer sobre ellos mis­mos una buena parte de verdad, a la vez efectiva y psíquica. Tal saber no podría ser nunca evitado, incluso si fuera deseable hacerlo, pero los pacientes no saben que lo tienen y una parte de la tarea del analista consiste en llevarlos a la con­cien­cia, a lo que puede que el paciente se resista más. A menudo, los psicoana­listas se com­portan inconscientemente exactamente como padres que levantan una pantalla de humo, infligiendo a sus hijos el suplicio de Tántalo que consiste en ponerlos en la tentación de ver lo que precisamente les prohiben ver; y no referirse a la con­tra­trans­ferencia equivale a negar su existencia, o a prohibir al paciente tener cono­ci­mien­to y hablar de ello.

El análisis en profundidad del analista ―remedio siempre citado al hablar sobre las di­­ficultades de contratransferencia― puede, en el mejor de los casos, ser in­com­­ple­to, pues la tendencia a desarrollar contratransferencias inconscientes infan­ti­les nun­ca falta. El analista no alcanza nunca la totalidad del ello inconsciente; re­cor­de­mos solamente, que la persona más completamente analizada continúa, sin em­bar­go, soñando. La propuesta de Freud, “Donde estaba el ello, ha de estar el yo” es un ideal, y como la mayor parte de los ideales, nunca es plenamente rea­li­za­ble. To­do lo que podemos conseguir es llegar al punto en que el analista no sea pa­­ra­noi­de ante las exigencias del ello, y en consecuencia que se encuentre des­pren­dido del punto de vista de su paciente; y recordar, además, que esto cambia en él de día en día, según las tensiones y las necesidades a las que está sometido.

En mi opinión, esta cuestión de una actitud paranoica o fóbica del analista hacia sus propios sentimientos constituye el peligro y la dificultad mayor de la con­tra­trans­ferencia.

El miedo verdaderamente real de ser invadido por algún sentimiento, ya sea de ra­bia, angustia, amor, etc. respecto de su paciente y de ser pasivo y estar a su mer­ced, viene de una evitación o de una denegación inconsciente. Reconocer hon­ra­da­mente estos sentimientos es esencial en el proceso analítico; el analizando es na­turalmente sensible a la menor falta de sinceridad de su analista, y responderá inevitablemente de manera hostil. Se identificará con el analista (por introyección) con el fin de negar sus propios sentimientos, y explotará la situación de todas las formas posibles en detrimento de su análisis.

He mostrado antes cómo la prolongación del análisis podía ser imputada a la con­tra­transferencia inconsciente (y no interpretada). Esto puede ser la causa también de su fin prematuro, y tengo la impresión de que es en las fases terminales cuando es más importante poner cuidado para evitar que esto se produzca. Los analistas que escriben sobre las fases finales del análisis, no cesan de hablar sobre la forma en que los pacientes llegan a un cierto punto donde, bien se escapan e interrumpen el análisis justo en el momento que es vital continuar para lograr terminarlo con éxito o bien se refugian de nuevo en una de sus interminables repeticiones en lu­gar de analizar las situaciones de angustia. En este punto, la contratransferencia es el factor decisivo y la voluntad del analista de adaptarse a ello podría ser lo más im­portante.

Quiero añadir que estoy segura de que las contratransferencias inconscientes de ca­lidad pueden ser también, a menudo, origen de la terminación de los análisis que en un principio parecían ir a un inevitable fracaso, como pueden producir un trabajo postanalítico en los pacientes cuyo análisis se ha interrumpido prema­tu­ra­men­te.

Por lo tanto, en las fases últimas del análisis, cuando la capacidad del paciente pa­ra ser objetivo ha alcanzado un grado suficiente, es particularmente necesario que el analista esté atento a las manifestaciones de la contratransferencia y a las oca­sio­nes que se presentan de interpretarla directa o indirectamente, así como, y cuan­do, el paciente se las revele. Sin esto, el paciente no reconocerá la mayor parte de los comportamientos parentales irracionales que han sido un factor tan po­deroso en el desarrollo de su neurosis, pues allí donde el analista se comporta ver­daderamente como los padres y disimula el hecho, se encuentra este punto de represión continuada de lo que pudo haberse reconocido como inevitable. Es una gran ayuda para el paciente descubrir que tal comportamiento irracional de sus pa­dres no era destinado personalmente a él, aunque le era legado por ellos, y darse cuen­ta del hecho de que el analista pueda parecerse en algunos momentos a esto, pe­ro de forma más benigna, le lleva a la convicción de que él ha comprendido y lo po­ne en un proceso de volverse más tolerante.

Tendremos, evidentemente en cada análisis, los fantasmas de los sentimientos del ana­lista sobre su paciente ―los conocemos de siempre― y que deben ser inter­pre­ta­dos como un fantasma cualquiera. Además: un paciente puede llegar a co­no­cer los sentimientos reales de su analista antes de que él sea plenamente cons­cien­te. Una ás­pera lucha empieza entonces contra la aceptación de esta idea de que el ana­lista puede experimentar de los sentimientos inconscientes de con­tra­trans­fe­ren­cia, pero una vez que el yo del paciente lo admite, ciertas ideas y ciertos recuerdos que has­ta entonces estaban inaccesibles, salen a la consciencia; si no, hubieran que­dado re­primidos.

He hablado del paciente y el analista revelando su contratransferencia, y de hecho, lo entiendo de manera literal, aunque eso pueda evocar esa peligrosa cacería que con­sistiría en “analizar al analista”. La “regla analítica” tal y como es hoy for­mu­la­da nos es de una gran ayuda, más que en su formulación original. No “exi­gi­mos” ya a nuestros pacientes que nos digan todo lo que pasa por su cabeza. Por el contrario, les damos nuestro permiso, para formar parte integrante de la con­tra­transferencia del analista. ¿Que no lo acepta?... entonces se instalará la re­pre­sión, con la mayor resistencia, conllevando a la prolongación o interrupción del aná­li­sis. Esta formulación diferente de la regla analítica va pareja con una forma di­fe­ren­te de hacer interpretaciones o comentarios; antes, los analistas, como los pa­dres, decían lo que querían cuando querían, porque tenían derecho a ello, y los pa­cien­tes tenían que aguantarse. Hoy, con este permiso para hablar o de rehusar li­bre­mente a hacerlo, pedimos a nuestros pacientes que nos permitan decir cual­quier cosa y a cambio que les permitimos aceptarla o rehusarla. Esto nos da una ma­­yor libertad para elegir el momento de hacer una interpretación y la forma de darla, reduciendo la actitud didáctica y autoritaria.

Incidentalmente, una buena parte de las interpretaciones de transferencia que se ha­cen habitualmente pueden ser ampliadas para demostrar la posibilidad de la con­tratransferencia. Por ejemplo: “Usted tiene la sensación de que estoy colérico, co­mo lo estaba su madre cuando...” puede incluir: “Hasta donde yo sé, no siento có­lera, pero me hará falta saber qué es lo que siento, y si estoy colérico, saber por qué, porque no hay una verdadera razón para que lo esté”. Tales cosas se dicen pe­ro no son consideradas como interpretaciones de contratransferencia. Para mí, sí lo son, y pienso que haría falta desarrollar conscientemente su utilización como mo­do de liberar las contratransferencias y volverlas más directamente utilizables.

En su intervención en el congreso de Zurich (Int. Jour. Psycho-Anal., 31, 1950), la Dra. Heimann ha hecho notar la aparición de un sentimiento de con­tra­trans­fe­ren­cia como una clase de señal comparable al desarrollo de la angustia, en tanto que po­ne en guardia ante la aproximación de una situación traumática. Si lo he com­pren­dido bien, la perturbación de la que habla, es angustia, pero angustia se­cun­da­ria, justificada y objetiva, produciendo en el analista un retraimiento y un co­no­ci­mien­to mayor de lo que está pasando. Ella ha especificado que en su opinión, es pre­ferible evitar las interpretaciones de contratransferencia.

Pero la angustia sirve en primer lugar para otro fin. De entrada es un medio para a­daptarse a un trauma actual, como puede ser la incapacidad para realizar tal adap­tación. Esta angustia secundaria, con el saber y la vigilancia que implica, po­dría enmascarar una angustia más primitiva. A nivel consciente, el analista y el pa­ciente son sensibles a sus propias paranoias recíprocas y a sus mutuos sen­ti­mien­tos de persecución, y de ahí, pueden acabar, por decirlo así sincronizados (o “en fase”), de tal modo, que el análisis mismo será utilizado por ambos como de­fen­sa. En ese momento el analista se arriesga a hacer un giro, pasando de una iden­tificación proyectiva a una identificación introyectiva con su paciente, que se acom­paña de una pérdida de aquellos intervalos de tiempo y distancia que men­cio­naba antes. El paciente, de forma recíproca, se defenderá con una iden­ti­fi­ca­ción introyectiva del analista, incapaz de proyectar en el contrario sus propios ob­je­tos persecutorios.

Tal situación no puede resolverse más que por el reconocimiento consciente de la con­tratransferencia, sea por el analista, sea por el paciente. No reconocerlo con­du­ci­rá a una interrupción prematura o a una prolongación intempestiva; en un caso co­mo en el otro, tendremos una re-represión de lo que si no se habría hecho cons­cien­te y un reforzamiento de las resistencias. La interrupción prematura no es ne­ce­sariamente fatal para el éxito final del análisis, igual que no lo es su pro­lon­ga­ción, pues una comprensión suficiente y una contratransferencia de calidad hacen po­sibles progresos ulteriores e incluso después que el análisis esté terminado por la influencia de otras introyecciones ya hechas.

Es evidente que el analista ideal no existe más que en la imaginación (del paciente o del analista) y no se da como presente y vivo más que en momentos enrarecidos. Pero si el analista puede confiarse a las tendencias modificadas de su ello y a sus pro­pias represiones de valor como en alguna cosa positiva de su paciente (pro­ba­ble­mente alguna cosa que le haya ayudado al comienzo emprender dicho análisis), es­tará en posición de proporcionar al paciente bastante de lo que le ha faltado en su primer entorno y que por consiguiente le es terriblemente necesario: una per­so­na que le permita progresar sin interponerse ni estimularlo excesivamente. Enton­ces se forma en el análisis un espacio, y el paciente puede servirse para desarrollar las figuras rítmicas de fondo y construir los ritmos más complejos que son nece­sa­rios para acomodarse al mundo de las realidades exteriores y a su propio mundo in­terior en perpetuo crecimiento.


VII

He intentado mostrar cómo los pacientes responden a la contratransferencia in­cons­ciente de su analista; y en particular, la importancia de una actitud paranoide del analista respecto a su contratransferencia. La contratransferencia es un me­ca­nis­mo de defensa de tipo sintético que proviene del yo inconsciente del analista, siendo sometida al imperio de la compulsión a la repetición; pero trasferencia y contratransferencia son a pesar de todo síntesis, son producto del trabajo incons­cien­te y conjunto de paciente y analista, dependen de condiciones que son en parte in­ternas y en parte externas a la relación analítica, y varían de semana en semana, de día en día, es decir, de instante en instante con los rápidos cambios intra y extra­psíquicos. Las dos son esenciales en el psicoanálisis, e igual que la trans­fe­ren­cia, la contratransferencia no debe ser temida o evitada; de hecho, no puede ser evi­tada ― sólo puede tenerse en cuenta, controlar su extensión y procurar servirse de ella.

Igual que el análisis es para el analista una verdadera sublimación, y no una per­ver­sión o una manía (como puede ocurrir a veces); también es posible evitar una neu­rosis de contratransferencia. Fragmentos de neurosis de contratransferencia transitorios surgirán de tiempo en tiempo, incluso en el analista más hábil, experto y mejor analizado, y pueden servir positivamente para ayudar a los pacientes a conseguir una mejoría por medio de su propia transferencia. Según la actitud del analista hacia la contratransferencia (actitud que es a fin de cuentas aquella que tie­­ne hacia las exigencias de su propio ello y de sus propios sentimientos), se con­du­cirá por la angustia paranoide, la denegación, la condenación o la aceptación o utilizará la fuerza de su voluntad para permitir a la contratransferencia hacerse cons­ciente, para él y para su paciente; así, el paciente se encontrará envalentonado para responder; bien explotándola de manera repetitiva o bien haciendo uso de ella progresivamente con buen fin.

La interpretación de la contratransferencia según las líneas que he tratado de tra­zar aquí producirá en el paciente demandas hacia el analista que pueden resultar du­ras; pero lo mismo ocurre con la transferencia cuando se ha empezado a utili­zar. Hoy día, la transferencia se toma en consideración, se ha encontrado que tiene sus compensaciones en cuanto a que las mociones libidinales y deseos creadores y reparadores del analista, encuentran una satisfacción efectiva y el poder y el éxito de su trabajo se ven reforzados. Tales resultados, creo, se producirán si utilizamos más la contratransferencia y si descubrimos cómo servirnos de ella.

Insisto, para terminar, en el aspecto experimental de cada una de las ideas expues­tas.



[1] Little, Margaret I. (1951) Counter-Transference and the Patient’s Response to it, Int J Psychoanal, Vol. 32, 1951.

martes, 8 de abril de 2014

El simbólico, el imaginario y el real (1953) Jacques Lacan


 Conferencia pronunciada por J.L. en julio de 1953 en ocasión de la fundación de la Sociedad Francesa de
Psicoanálisis, constituída por el grupo (Lagache, Dolto, J.L., J. Favez-Boutonier y B. Reverchon-Jouve) que se separa de la Sociedad Psicoanalítica de París.



 Fuente: Psicoanálisis, iletrismo y topología : (en francés : "psychanalyse, illettrisme et topologie")
http://www.lituraterre.org/iletrismo-El_Simbolico_el_Imaginario_y_el_Real.htm



"El simbólico, el Imaginario y el real" de Jacques Lacan de 1953, Traducido por Luisa M. Matallana


EL SIMBÓLICO, EL IMAGINARIO Y EL REAL

Jacques Lacan, 1953

Traducido por: Luisa M. Matallana [1]


Esta conferencia <<El simbólico, el imaginario y el real>> fue pronunciada el 8 de julio de 1953 como apertura de las actividades de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis (S.F.P.). Esta versión está anunciada en el catálogo de la biblioteca de la e.l.p. (Ecole Lacanienne de Psychanalyse) como versión J.L.[2] Existen muchas otras versiones sensiblemente diferentes en ciertos pasajes, una de las cuales apareció en el Boletín de la Asociación Freudiana, 1982, no. 1.


Mis buenos Amigos

Ustedes pueden ver que para esta primera comunicación dicha <<científica>> de nuestra nueva Sociedad, he tomado un título no falto de ambición. Como fuere, comenzaré por lo pronto por excusarme, ustedes hagan el favor de considerar esta comunicación dicha científica, mejor como, a la vez, un resumen de puntos de vista que aquellos que están aquí, sus discípulos, conocen bien, con los cuales están familiarizados después de dos años de su enseñanza, y también como una suerte de prefacio o de introducción a una cierta orientación de estudio del psicoanálisis.

En efecto, yo creo que el retorno a los textos freudianos que han sido el objeto de mi enseñanza después de dos años, me ha – o mejor, nos ha, a todos los que hemos trabajado en conjunto, dado siempre la idea muy cierta de que no hay toma más total de la realidad humana que aquella hecha por la experiencia freudiana y que uno no puede abstenerse de retornar a las fuentes y a aprehender esos textos verdaderamente en todos los sentidos de la palabra. Uno no puede abstenerse de pensar que la teoría del psicoanálisis (y al mismo tiempo la técnica puesto que no forman más que una misma cosa) no hubiese sufrido una suerte de reducción, y, a decir verdad, de degradación. Es que en efecto, no es fácil mantenerse al nivel de una tal plenitud. Por ejemplo, un texto como aquel de “el hombre de los lobos”, pienso que esta tarde lo voy a tomar como base y ejemplo de lo que les voy a exponer. Mas he hecho toda la jornada de ayer una relectura completa; había hecho por encima un seminario el año pasado. Y he tenido simplemente todo el sentimiento de que ha sido imposible aquí darles una idea, así mismo aproximativa; y sobre mi seminario del último año no voy a hacer sino una cosa: rehacerlo el año próximo.

Pues eso que me ha parecido formidable en ese texto, tras el trabajo y el progreso que nosotros hemos hecho este año alrededor del texto de “el hombre de las ratas”, me deja pensar que eso que yo he sacado el último año como principio, como ejemplo, como tipo de pensamiento característico suministrado por ese texto extraordinario sería literalmente una simple aproximación (approche) como se dice en lengua anglosajona; dicho de otra manera, “un balbuceo” (balbutiement: balbuceo, tartamudeo). De suerte que después de todo, lo que haré puede ser incidentemente una breve alusión, pero ensayaré sobre todo, todo simplemente, de decir aquellas palabras sobre eso que quiere decir la posición de un tal problema; sobre esto que quiere decir la confrontación de esos tres registros que son bien los registros esenciales de la realidad humana, registros muy distintos y que se llaman: el simbolismo, lo imaginario y lo real.

Una cosa para empezar que es evidentemente notable y que no sabríamos evadir; a saber que hay en el análisis, toda una parte de real en nuestros sujetos, precisamente que se nos escapa; qué no escapó por tanto a Freud cuando él tenía que hacer a cada uno de sus pacientes. Mas, desde luego, si ello no le escapase, estaría todo además fuera de su botín [captura] y de su alcance. No se sabría estar demasiado sorprendido del hecho, de la manera donde él habla de su “hombre de las ratas”, distinguiendo entre “sus personalidades”. Es ahí encima que él concluye: “la personalidad de un hombre elegante, inteligente y cultivado”, él la pone en contraste con otras personalidades de las cuales él ha hecho estilo. Si aquello está atenuado cuando él habla de su “hombre de los lobos”, él habla también. Mas, a decir verdad, nosotros no estamos forzados a contraindicar todas sus apreciaciones. No parece que él tratase en  “el hombre de los lobos” de alguno de gran clase también. Pero no es sorprendente, él le puso de lado como un punto particular. En cuanto a su “Dora”, no hablemos; justo todo si no se puede decir que él la amó.

Hay pues allí alguna cosa que, evidentemente, no deja de sorprendernos y que, en suma, es aquella cosa a la cual nosotros tenemos que hacernos todo el tiempo . Y diré que este elemento directo, este elemento de peso, de apreciación de la personalidad es quella cosa de bastante [texto faltante] con lo que nosotros estamos en en relación sobre el registro mórbido, de una parte, y hasta sobre el registro de la experiencia analítica con sujetos que absolutamente no caen bajo el registro mórbido; es quella cosa que nos falta siempre, después de todo, reservar y que está particularmente presente en nuestra experiencia a nosotros otros que estamos encargados de esta carga pesada de elegir a los que se someten al análisis en un fin didáctico.

¿Qué es lo que diremos después de todo, al fin y al cabo? Cuando hablamos, al término de nuestra selección, si no es que todos los criterios que se invocan (¿ falta el de la  neurosis para hacer a un buen analista? ¿ Un poquito? ¿ Mucho? Seguramente no: ¿no del todo? ¿Pero, en resumidas cuentas, acaso es ello lo que nos guía en un juicio que algún texto no puede definir, y que nos hace apreciar las cualidades personales, esta realidad? ¿Y qué se expresa en esto: que un sujeto tiene tela o no la tiene; que él es, como dicen los Chinos, "She-un-ta" o  "hombre de gran tamaño ", o " Sha-ho-yen ", " un hombre de pequeño tamaño "? Es algo donde falta decir bien qué es lo que constituye los límites de nuestra experiencia. Es en ese sentido que se puede decir, para colocar la cuestión de saber qué es lo que es puesto en juego en el análisis: ¿Qué es? ¿Es eso la relación real al sujeto, a saber según una cierta manera y según nuestras medidas de reconocer? ¿Es esto a lo que tenemos que hacernos en el análisis? Ciertamente no. Es indiscutiblemente otra cosa. Y está muy allí la cuestión que nos hacemos sin cesar y que se hacen todos aquellos que intentan brindar una teoría de la experiencia analítica. ¿Qué es lo que esta experiencia singular entre todas, lo que va a aportar en estos sujetos de transformaciones así profundas? ¿ Y qué son ellas? ¿Cuál es el resorte?

Todo esto, la elaboración de la doctrina analítica después de los años es hecha para responder a esta cuestión. Es cierto que el hombre del público común no parece asombrarse de otro modo de la eficacia de esta experiencia que transcurre por completo en palabras, y de un cierto modo, en el fondo; tiene razón ya que en efecto, ella marcha, y que, para explicarla, parecería que tuviésemos primero sólo que demostrar el movimiento marchando. Y ya "hablar" es introducirse en el sujeto de la experiencia analítica. Es allí, en efecto, dónde conviene proceder y saber; comezar por plantear la pregunta: "¿Qué es la palabra? " es decir el <<símbolo>>.

En verdad, a lo que asistimos, es más bien a una evitación de esta pregunta. Y, desde luego, lo que constatamos es que al reducir esta cuestión, al querer no ver en los elementos y los resortes técnicos propiamente del análisis sino algo que debe lograrse, por una serie de tanteos, para  modificar las conductas, las competencias, las costumbres del sujeto, acabamos muy rápidamente en un cierto número de dificultades y de impases, no por cierto al punto de encontrarles un lugar en el conjunto de una consideración total de la experiencia analítica; pero al ir en este sentido, vamos siempre más hacia un cierto número de opacidades  se nos oponen y que tienden a transformar desde entonces el análisis en algo por ejemplo, que aparecerá como mucho más irracional de lo que es realmente esto.

Es muy sorpredente ver cuántos recientes y recientemente venidos a la experiencia analítica se produjeron, en su primer modo de expresarse sobre su experiencia, planteando la cuestión del carácter irracional de este análisis, mientras que parezca que posiblemente no hay, al contrario, técnica más transparente.

Y, por supuesto, todo va en este sentido. Abundamos en un cierto número de vistas psicológicas más o menos parciales del sujeto paciente; hablamos de su <<pensamiento mágico>>; hablamos de toda clase de registros que tienen indiscutiblemente su valor y son encontrados de modo muy vivo por la experiencia analítica. De ahí a pensar que el análisis mismo juega en un cierto registro, por supuesto, en el pensamiento mágico, no hay más que un paso, rápidamente atravesado cuando no se va y no se decide mantenerse primero en la cuestión primordial: <<Qué es esta experiencia de la palabra>> y, para decirlo todo, de poner al mismo tiempo la cuestión de la experiencia analítica, la cuestión de la esencia y del comercio de la palabra.

Creo que aquello de lo que se trata es de partir de esto:

Partamos de la experiencia, tal como ella nos es  presentada al comienzo en las primeras teorías del análisis: ¿qué es este "neurótico" con quien estamos relacionados por la experiencia analítica? ¿ Qué es lo que va a pasar en la experiencia analítica? ¿Y este pasaje del consciente al inconsciente? ¿Y cuáles son las fuerzas que dan a este equilibrio una cierta existencia? Lo llamamos el principio de placer.

Para ir rápidamente diremos con el señor Saussure [Raymond de Saussure] que "el sujeto alucina su mundo", es decir que sus ilusiones o sus satisfacciones ilusorias no podían ser de todos los órdenes. Va a hacerles seguir un otro orden evidentemente que aquellos de sus satisfacciones que encuentran su objeto en lo real puro y simple. Jamás un síntoma aplacó el hambre o la sed de modo duradero, fuera de la absorción de alimentos que les satisfacen. Aunque una disminución general del nivel de la vitalidad puede responder, en los casos límites, por ejemplo la hibernación natural o artificial. Todo esto es concebible sólo como una fase que no sabría desde luego durar, salvo si implica daños irreversibles.

La misma reversibilidad de los disturbios neuróticos implica que la economía de las satisfacciones que estuvieron implicadas allí fueran de otro orden, e infinitamente menos ligadas a ritmos orgánicos fijos, aunque comandando desde luego una parte de ellos. Esto define la categoría conceptual que define este tipo de objetos. Es justamente lo que estoy camino de calificar: " lo imaginario ", si se le  quiere reconocer todas las implicaciones que le convienen.

A partir de allí, todo es completamente simple, claro, fácil, de ver que este orden de satisfacción imaginaria no puede encontrarse sino sólo en el orden de los registros sexuales

Todo es dado allí, a partir de este tipo de condición previa de la experiencia analítica. Y no es asombroso, aunque, desde luego, las cosas hubieran debido ser confirmadas, controladas, inauguradas, yo diría, por la experiencia, que una vez la experiencia hecha, las cosas aparezcan de un perfecto rigor.

El término "libido" es una noción que sólo expresa esta noción de reversibilidad que implica la de la equivalencia, de un cierto metabolismo de las imágenes; para poder pensar en esta transformación, hace falta un término energético al que sirvió el término de libido. Aquello de lo que se trata, es desde luego, algo complejo. Cuando digo "satisfacción imaginaria", evidentemente no es el hecho simple de que Demetrio quedó satisfecho de haber soñado que él poseía la sacerdotiza cortesana…  aunque este caso es sólo un caso particular en el conjunto … Pero es algo que va mucho más lejos y actualmente es recortado por toda una experiencia que es la experiencia que los biólogos evocan concerniendo a los ciclos instintuales, muy especialmente en el registro de los ciclos sexuales y de la reproducción; a saber que, dejados de lado los estudios todavía más o menos inciertos e improbables que conciernen a las paradas neurológicas en el ciclo sexual, que no son lo que hay más sólido en sus estudios, está demostrado que estos ciclos entre los animales mismos <texto faltante> no se encuentra otro término que la palabra misma que sirve para designar los disturbios y los resortes primarios sexuales de los síntomas en nuestros sujetos, a saber el "desplazamiento".

Lo que muestra el estudio de los ciclos instintuales entre los animales, es precisamente su dependencia de un cierto número de disparadores, de mecanismos de disparo que son esencialmente de orden imaginario, y que son lo que hay allí de más interesante en los estudios del ciclo instintual, a saber que su límite, su definición, el modo de precisarlos fundados sobre la puesta a prueba de un cierto número de señuelos <texto faltante> hasta un cierto límite de borradura, son susceptibles de provocar en el animal este tipo de posición erecta de la partida del ciclo del comportamiento sexual del que se trata. Y el hecho de que al interior de un ciclo de comportamiento determinado, es siempre susceptible de sobrevenir en ciertas condiciones un cierto número de desplazamientos; por ejemplo, en un ciclo de combate, la sobrevenida brusca, al regreso de este ciclo ( entre las aves uno de los combatientes que se pone de repente a alisarse las plumas), de un segmento del comportamiento de ostentación que intervendrá allí en medio de un ciclo de combate.

Mil otros ejemplos pueden ser dados. No estoy aquí para enumerarlos. Esto simplemente es para darles la idea que este elemento de desplazamiento es un resorte absolutamente esencial del orden, y principalmente del orden de los comportamientos ligados a la sexualidad. Sin duda, estos fenómenos no son electivos entre los animales. Pero otros comportamientos (cf. los estudios de Lorenz sobre las funciones de la imagen en el ciclo de la crianza), muestran que lo imaginario desempeña un papel además eminente en el orden de los comportamientos sexuales. Y además, en el hombre, es siempre sobre ese plano, y principalmente sobre este plano, que nos encontramos delante de este fenómeno.

Desde ahora, señalemos, puntuemos esta exposición por esto: que estos elementos de comportamientos instintuales desplazados en el animal son susceptibles de algo donde vemos el bosquejo de lo que llamaremos un " comportamiento simbólico ".

Lo que se llama en el animal un comportamiento simbólico es a saber que, cuando uno de estos segmentos desplazados toma un valor socializado, sirve para el grupo animal de señalamiento de puntos de referencia para un cierto comportamiento colectivo.

Así, nosotros sostenemos que un comportamiento puede ser imaginario cuando su orientación sobre las imágenes y su propio valor de imagen para un otro sujeto lo hacen susceptible de desplazamiento fuera del ciclo que asegura la satisfacción de una necesidad natural.

A partir de ahí, el conjunto donde se trata de raíz, el comportamiento neurótico, puede ser dicho, sobre el plano de la economía instintiva, ser elucidado –y de saber porqué se trata siempre de comportamiento sexual, desde luego. No necesito volver allá, si no es para indicar brevemente que un hombre pueda eyacular a la vista de una pantufla es algo que no nos sorprenda, ni tampoco que un esposo se sirva de eso para devolverle mejores sentimientos, sino que ciertamente nadie puede soñar que una pantufla pueda servir para apaciguar un hambre, hasta el extremo, de un individuo. Igual eso a lo que nos tenemos que hacer constantemente son fantasmas [fantasías]. En el orden del tratamiento, no es raro que el paciente, el sujeto, haga intervenir, en el curso de un análisis un fantasma tal que aquel de la “fellatio del compañero (partenaire) analista”. ¿Es allí también algo que hacemos volver a un ciclo arcaico de su biografía de un modo cualquiera? ¿ Una anterior subalimentación? Es muy evidente que, cualquiera sea el carácter incorporativo que demos a esos fantasmas, jamás soñaremos con eso. ¿Qué decir?

Esto puede decir muchas cosas. De hecho, hay que ver bien que lo imaginario está a la vez lejos de confundirse con el dominio de lo analizable, y que, de otra  parte puede tener allí otra función que lo imaginario. Esto no es porque lo analizable encuentra lo imaginario que lo imaginario se confunda con lo analizable, que él es todo entero lo analizable, y que él es todo entero lo analizable o lo analizado.

Para tomar el ejemplo de nuestro fetichista, aunque esto sea raro, si admitimos que se trata allí de un tipo de perversión primitiva, no es imposible contemplar casos semejantes. Supongamos que se trate de uno de estos tipos de desplazamiento imaginario, tal como aquellos a los que encontramos realizados en el animal. Supongamos en otros términos que la pantufla sea aquí, muy estrictamente, el desplazamiento del órgano femenino, ya que es mucho más a menudo en el macho (varón) que el fetichismo existe. Si no hubiera literalmente nada que pudiera representar una elaboración con relación a este dato primitivo, sería también inanalizable lo que es inanalizable de tal o tal fijación perversa.

A la inversa, para hablar de nuestro paciente, o sujeto, presa de un fantasma, ahí es otra cosa que tiene un otro sentido, y allí, es muy claro que si este fantasma puede ser considerado como algo que representa lo imaginario, puede representar ciertas fijaciones a un estadio primitivo oral de la sexualidad, por otra parte, no diremos que este fellateur sea un fellateur constitucional.

Entiendo por ahí que aquí, el fantasma del que se trata, el elemento imaginario estrictamente tiene sólo un valor simbólico que tenemos que apreciar y comprender sólo con arreglo al momento del análisis donde él va a insertarse. En efecto, aunque el sujeto retiene la confesión, este fantasma surge y su frecuencia muestra bastante que surge en el momento del diálogo analítico. Él está hecho para expresarse, para ser dicho, para simbolizar algo y algo que tenga un sentido todo diferente, según el momento mismo del diálogo.

¿ Entonces, qué a decir? Que no basta que un fenómeno represente un desplazamiento, es decir que se inscriba en los fenómenos imaginarios, para ser un fenómeno analizable, de una parte, y para que lo sea, hace falta que represente otra cosa que sí-mismo, si lo puedo decir.

Para abordar, de un cierto modo, el tema del que hablo, a saber el simbolismo, diré que toda una parte de las funciones imaginarias en el análisis no tienen otra relación con la realidad fantasmal que ellas manifiestan que, si ustedes quieren, la sílaba " po " lo tiene entre el vaso y las formas, preferentemente simples, que ella designa. Así como se lo ve fácilmente en el hecho de que en "policía" o "cobarde" (poltron) esta sílaba " po " tiene evidentemente un muy diferente valor [relación contextual]. Podremos servirnos de la "vasija" (pot) para simbolizar la sílaba “po”, inversamente, en el término “policía” o “cobarde” (poltron), pero convendrá entonces añadir a eso al mismo tiempo otros términos también imaginarios que no serán tomados allí por otra cosa que como sílabas destinadas a completar la palabra.

Así es como hay que entender lo simbólico de lo que se trata en el intercambio (comercio) analítico, a saber que lo que encontramos, y lo que hablamos es lo que encontramos y encontramos sin cesar, y lo que Freud manifestó como siendo su realidad esencial, sea que se trate de síntomas reales, actos fallidos, y sea lo que quiera que sea quien se inscriba; se trata todavía y siempre de símbolos y de símbolos hasta muy específicamente organizados en el lenguaje, así pues funcionando a partir de este equivalente del significante y del significado: la misma estructura del lenguaje.

No es mío este término, " el sueño es un rebus", es de Freud mismo. Y que el síntoma no exprese, él también, aquella cosa de estructura y de organizado como un lenguaje está bastante manifiesto por el hecho, para hacerse del más simple entre ellos, del síntoma histérico que es, que da siempre algo equivalente a una actividad sexual, pero jamás un equivalente unívoco, al contrario, siempre es plurívoco, sobrepuesto, sobredeterminado, y, para decirlo todo, muy exactamente construido al modo en el que las imágenes son construídas en los sueños, como representando una concurrencia, una superposición de símbolos, por muy compleja que le sea una frase poética que vale a la vez por su tono, su estructura, sus retruécanos, sus ritmos, su sonoridad, pues esencialmente sobre varios planos, y del orden y del registro del lenguaje.

¡A la verdad, esto posiblemente no nos parecerá suficiente en su relevancia, si no tratamos de ver a pesar de todo qué es eso, por completo originariamente que el lenguaje!

Desde luego (la cuestión del origen del lenguaje, no estamos aquí para hacer un delirio colectivo, organizado, ni individual. Es uno de los temas que se pueden prestar mejor a estos tipos de delirios) sobre la cuestión del origen del lenguaje; el lenguaje está ahí; es un emergente. Y ahora que emergió, nosotros no sabremos nunca jamás cuándo ni cómo comenzó, ni cómo era antes de que sea.

¿Pero a pesar de todo, cómo expresar este algo que debiera posiblemente haberse presentado como una de las formas más primitivas del lenguaje? Piensen en las contraseñas [santo y señas]. Vean, escojo a propósito este ejemplo, justamente porque el error y el espejismo, cuando se habla del sujeto del lenguaje, está siempre en creer que su significación es lo que él designa. Pero no, pero no. Claro que designa algo, cumple una cierta función. Y escojo a propósito la contraseña, porque la contraseña tiene esta propiedad de ser escogida justamente de modo completamente independiente de su significación (y si esta es idiota, a la que la Escuela responde - sin duda jamás hay que responder - que la significación de tal palabra es designar a quien lo pronuncia como teniendo tal o tal propiedad respondiendo a la pregunta que hace concertarse [reunirse]. Otros dirían que el ejemplo está mal elegido porque es tomado dentro de una convención, esto todavía vale más) y, por otra parte, no podemos negar que la contraseña tuviera las virtudes más preciosas. Sirve simplemente para evitarles ser matados (tu-matar, tué-matado).

Así es como efectivamente podemos considerar el lenguaje como teniendo una función. Nacido entre estos animales feroces que debieron ser los hombres primitivos (a juzgarlo según los hombres modernos, esto no es inverosímil), la contraseña es justamente aquella en la que no "se reconocen los hombres del grupo", pero en lo que "se constituye el grupo ".

Hay un otro registro donde se puede meditar sobre esta función del lenguaje; es el lenguaje estúpido del amor, que consiste al último grado del espasmo del éxtasis - o al contrario de la rutina, según los individuos - a, súbitamente calificar a su compañero sexual  con uno de los nombres más vulgares de una verdura, o del animal de los más repugnantes. Esto expresa tan ciertamente algo que ciertamente no está lejos de tocar la cuestión del horror del anonimato. No es para nada para lo que tal o tal de estas apelaciones, animal o soporte más o menos totémico, se encuentre en la fobia. Es evidentemente que hay, entre los dos, algún punto común; el sujeto humano está por completo especialmente expuesto, veremos esto en seguida, a este tipo de vértigo que surge y experimenta la necesidad de alejarlo, la necesidad de hacer algo transcendental; esto no está para nada en el origen de la fobia.

En estos dos ejemplos, el lenguaje está particularmente desprovisto de significación. Ustedes ven mejor allí lo que distingue al símbolo del signo a saber la función interhumana del símbolo. Quiero decir algo que nace con lenguaje y que hace que después de que la palabra (y es a lo cual sirve la palabra) verdaderamente fue palabra pronunciada, los dos compañeros sean otra cosa que antes. Esto sobre el ejemplo más simple.

Ustedes tendrían la razón por otra parte de creer que no son justamente ejemplos particularmente plenos. Seguramente a partir de algunas observaciones, ustedes podrán percatarse de que, a pesar de todo, sea en la contraseña, o sea en la palabra que se llama amor, que se trata de algo, que en resumidas cuentas, que está pleno de alcance. Digamos que la conversación que en el momento medio de sus carreras de estudiantes, ustedes pudieron tener una cena de patrono también medio, donde el modo y la significación de las cosas que se cambia <texto faltante> cuanto este carácter es equivalente de conversaciones encontradas en la calle y en el autobús, y que no es otra cosa que un cierto modo de hacerse reconocer, lo que justificaría a Mallarmé diciendo que el lenguaje era   “comparable a esta moneda desaparecida que se pasa de mano en mano en silencio ".

Veamos pues después de todo de lo que se trata a partir de allí, y, después de todo lo que se establece cuando el neurótico llega a la experiencia analítica.

El caso es que él también comienza a decir de las cosas. Dice sobre cosas, y las cosas que dice, no hay muchísimo para asombrarnos si, al principio, no son tampoco otra cosa que estas palabras de poco peso a las cuales acabo de hacer alusión. Sin embargo, hay algo que es fundamentalmente diferente, es que él va al analista para otra cosa que para decir tonterías y vanalidades que, desde ahora, en la situáción está implicado algo, y algo que no es nada, puesto que en suma, es su propio sentido más o menos lo que él viene a buscar; es que algo es puesto allí místicamente sobre la persona de quien lo escucha. ¡Desde luego, él avanza hacia esta experiencia, hacia esta vía original, con mi Dios!  lo que tiene a su disposición: a saber que lo que él cree primero es que hace falta que él mismo haga la medicina, que él instruye al analista. Desde luego, ustedes tienen su experiencia cotidiana; la devuelven a su plano, digamos que aquello de lo que se trata, no es de esto, sino que se trata de hablar, y, preferentemente, sin buscar poner orden, organización, es decir sin ponerse, según un narcisismo bien conocido, en el lugar de su interlocutor.

En resumidas cuentas, la noción que tenemos del neurótico es que en sus síntomas mismos, es una "palabra amordazada”donde se expresa un cierto número, decimos de “trasgresiones a un cierto orden”, que, por ellas mismas gritan al cielo el orden negativo en el cual están inscritas. A falta de realizar el orden del símbolo de una manera viva, el sujeto realiza imágenes desordenadas en donde ellas son los sustitutos. Y, desde luego, es esto lo que va primero y desde ahora a interponerse a toda relación simbólica verdadera.

Lo que el sujeto expresa primero y desde ahora cuando habla, se explica, es ese registro que llamamos las “resistencias”; eso que no quiere y que no puede ser interpretado de otra manera que como el hecho de una realización hic et nunc[3], en la situación y con el analista, de la imagen o de las imágenes que son aquellas de la experiencia precoz.

Y es muy sobre esto que toda la teoría de la resistencia se edificó, y esto solamente después del gran reconocimiento del valor simbólico del síntoma y de todo lo que puede ser analizado.

Lo que la experiencia prueba y encuentra, es justamente otra cosa que la realización del símbolo; es la tentativa por el sujeto, de constituir hic et nunc, en la experiencia analítica, esta referencia imaginaria, lo que llamamos las tentativas del sujeto de hacer entrar al analista en su juego. Eso que nosotros vemos, por ejemplo, en el “hombre de las ratas”, cuando nosotros nos percatamos (rápidamente, pero no en seguida, y Freud tampoco), que al contar su historia obsesiva, la gran observación alrededor del suplicio de las ratas, hay la tentativa del sujeto de realizar hic et nunc, aquí y con Freud, este tipo de relación sádico-anal imaginaria que le constituye sólo la sal de la historia. Y Freud se percata muy bien, que se trata de algo que se traiciona y se traduce fisionómicamente, sobre la cabeza misma, la cara del sujeto, por lo que califica en aquel momento "el horror del goce ignorado".

A partir del momento en que estos elementos de la resistencia sobrevinieron en la experiencia analítica, en que se pudieron medir, poner como tales, es un momento significativo en la historia del análisis. Y se puede decir que es a partir del momento en que se supo hablar de eso de modo coherente y a la fecha, por ejemplo, del artículo de Reich, uno de los primeros artículos sobre este tema (aparecido en el International Journal), en el momento en el que Freud hacía surgir lo segundo [ref.2ª.tópica] en la elaboración de la teoría analítica y que no representa nada más que la teoría del yo (moi); hacia esta época, en 1920, aparece "das Es" [El Ello] y en aquel momento, comenzamos a percatar al interior (hay que mantenerlo siempre al interior del registro de la relación simbólica), que el sujeto resiste; que esta resistencia, ello no es algo como una simple inercia opuesta al movimiento terapéutico, como se podría decir en física que la masa resiste a toda aceleración. Es algo que establece un cierto lazo, que se opone como tal, como una acción humana, a aquella del terapeuta; pero estando aparte no hace falta que el terapeuta se equivoque. Esto no le pertenece, en tanto que realidad que se opone, es en la medida en que, en su lugar, es realizada una cierta imagen que el sujeto proyecta sobre él.

A decir verdad, estos términos sólo son aproximados.

También es en este momento que nace la noción de instinto agresivo, que falta añadir a la libido el término de destrudo. Y esto, no sin razón. Porque a partir del momento en que su fin (propósito, blanco) <texto faltante> las funciones por completo esenciales de estas relaciones imaginarias, tales que ellas aparecen bajo la forma de resistencia, aparece un otro registro que no está ligado a nada menos que a la función propia que juega el yo (moi), a esta teoría del yo (moi) en la cual yo (je) no entraré hoy, y que es lo que falta absolutamente distinguir en toda noción coherente y organizada del yo (moi) del análisis; a saber sobre el yo (moi) como función imaginaria, del yo (moi) como unidad del sujeto alienado a él-mismo, del yo (moi) como eso en lo que el sujeto no puede reconocerse primero mas que alienándose, y pues no puede encontrarse salvo aboliendo el alter ego del yo (moi), que como tal, desarrolla la dimensión, muy distinta de la agresión, que se llama ella misma y de ahora en adelante: la agresividad.

Creo que nos falta volver a sostener la cuestión en estos dos registros: la cuestión de la palabra y la cuestión de lo imaginario.

La palabra, se los mostré bajo una forma abreviada, desempeña ese papel esencial de mediación. De mediación, es decir de algo que cambia a los dos compañeros en presencia, a partir del momento en que que ha sido realizada. Esto no tiene nada por otra parte que no nos sea dado hasta en el registro semántico de ciertos grupos humanos. Y si ustedes leen (no es un libro que merece todas las recomendaciones, sino que es bastante expresivo y particularmente manejable y excelente como introducción para los que necesitan ser introducidos), el libro de Lenhardt: Do Kamo, ustedes verán allí que en los Canacos, sucede algo bastante particular sobre el plano semántico, a saber que la palabra "palabra" significa algo que va mucho más lejos que lo que llamamos tal. Es además una acción. Y por otra parte también para nosotros "palabra dada " es también una forma de acto. Pero es también algunas veces un objeto, es decir algo que se porta, una gavilla [haz]… Es no importa qué. Mas a partir de ahí, algo existe que no existía antes. Convendría también hacer una otra observación: es que esta palabra mediadora no es pura y simplemente mediadora sobre ese plano elemental; ella permite trascender entre dos hombres la relación agresiva fundamental al espejismo del semejante. Falta que ella sea aun otra cosa, porque si se reflexiona sobre eso, se ve que no sólo constituye esta mediación, sino que también, ella constituye la realidad misma: esto es completamente evidente si ustedes consideran lo que se llama una estructura elemental, es decir arcaica de parentesco. Lejos de ser elementales, ellas no lo son siempre. Por ejemplo, es especialmente complejo (pero, a la verdad esas estructuras complejas no existirían sin el sistema de las palabras que las expresa), el hecho de que, en nosotros, las interdicciones que reglamentan el intercambio humano de las alianzas, en el propio sentido de la palabra, sean reducidas a un número de interdicciones excesivamente restrictivas, nos propende a confundir los términos  como “padre, madre, hijo… " con las relaciones efectivas [reales].

Es porque el sistema de relaciones de parentesco, para que hubiera sido hecho, está extremadamente reducido, en sus límites y en su campo. Pero si ustedes formaran parte de una civilización donde ustedes no pueden casarse con tal prima al séptimo grado, porque está considerada como prima paralela, o a la inversa, como prima cruzada, o que se encuentra con ustedes en una cierta homonimia que devuelve las tres o cuatro generaciones, ustedes se percatan que las palabras y los símbolos tienen una influencia decisiva en la relidad humana, y es precisamente que las palabras tienen exactamente los sentidos que yo decreto darles. Como diría Humpty Dumpty en Lewis Carroll cuando se le demanda el porqué. Él hace esta respuesta admirable: “porque yo soy el maestro [amo; maître]”.

Dígase que al comienzo, es muy claro que el hombre es en efecto quien da su sentido a la palabra. Y que si las palabras luego se encontraron en el común acuerdo de la comunicabilidad, a saber que las mismas palabras sirven para reconocer la misma cosa, es precisamente en función de relaciones, de una relación de partida, que le permitió a esta gente ser de las gentes que comunican. En otros términos, ni hablar en absoluto, salvo en una percepción psicológica expresada, de tratar de deducir cómo las palabras salen de las cosas y les son aplicadas sucesivamente y individualmente; pero de entender que es al interior del sistema total del discurso, del universo de un lenguaje determinado, que comprende, por una serie de complementaciones, un cierto número de significaciones; que lo que hay a significar, a saber las cosas, tiene que arreglarse a [darse maña en] tomar lugar.

Así es como las cosas, a través de la historia, se constituyen. Es lo que hace particularmente pueril toda teoría del lenguaje, para que se tenga que comprender el papel que juega en la formación de los símbolos. Que aquella que es dada por ejemplo por Massermann, el que hizo sobre eso (en  el International Journal of Psycho-analysis 1944), un artículo muy bonito que se llama: “Lenguaje, comportamiento y psiquiatría dinámica”. Es claro que uno de los ejemplos que él da muestra bastante la debilidad del punto de vista conductual. Porque es de esto de lo que se trata en esta ocasión. Él cree que resuelve la cuestión de la simbología del lenguaje, dando este ejemplo: el acondicionamiento que se tendría del efecto en la reacción de contracción de la pupila ante la luz, que regularmente se habría hecho producir al mismo tiempo que con una campanilla. Suprimimos luego la excitación a la luz, la pupila se contrae cuando se agita la campanilla. Acabaríamos por obtener la contracción de la pupila por la simple audición de la palabra "contract  (contraer)". ¿Creen que con esto, ustedes resolvieron la cuestión del lenguaje y de la simbolización? Mas es muy claro que si, en lugar de “contraer”, uno hubiera dicho otra cosa, uno podría obtener exactamente el mismo resultado. Y eso de lo que se trata no es el acondicionamiento de un fenómeno, mas de lo que se trata en los síntomas es de la relación del síntoma con todo el sistema completo del lenguaje. Es decir, el sistema de significaciones de las relaciones interhumanas como tales.

Yo creo que el resorte de lo que vengo a decirles es esto: ¿qué es lo que nosotros constatamos, y en lo que el análisis recorta muy exactamente estas observaciones y nos muestra hasta en el detalle el alcance y la presencia?

Es ni más ni menos esto: que toda relación analizable, es decir interpretable simbólicamente, está siempre más o menos inscrita en una relación a tres. Ya lo vimos en la estructura misma de la palabra: mediación entre tal y tal sujeto, en eso que es realizable libidinalmente; eso que nos muestra el análisis y eso que da su valor a este hecho afirmado por la doctrina y demostrado por la experiencia de que nada finalmente se interpreta, porque es de esto que se trata: a través de la realización edípica. Es esto lo que ello quiere decir. Esto quiere decir que toda relación a dos está siempre más o menos marcada del estilo de lo imaginario; y que para que una relación tome su valor simbólico, hace falta que hubiera la mediación de un tercer personaje que realice, por relación al sujeto, el elemento trascendente gracias al cual su relación al sujeto puede ser sostenido a una cierta distancia.

Entre la relación imaginaria y la relación simbólica, hay toda la distancia que hay en la culpabilidad. Es para esto, la experiencia se los muestra, que la culpabilidad siempre es preferida a la angustia. La angustia misma es desde ahora, lo sabemos por los progresos de la doctrina y de la teoría de Freud, ella está siempre ligada a una  pérdida, es decir a una transformación del yo (moi), es decir a una relación a dos sobre el punto de desvanecerse y a lo cual debe suceder algo más que el sujeto no puede abordar sin un cierto vértigo. Es esto que es el registro y la naturaleza de la angustia. Tan pronto como se introduce el tercero, y <texto faltante> que entra en la relación narcisista ha introducido la posibilidad de una mediación efectiva (réelle), por el intermediario esencialmente del personaje que, por relación al sujeto, representa un personaje trascendente, dicho de otra manera una imagen de maestría por intermedio de la cual su deseo y su cumplimiento pueden realizarse simbólicamente. En este momento interviene otro registro, que es justamente el que se llama: o aquel de la ley, o aquel de la culpabilidad, según el registro en el cual es vivido. (Ustedes sienten que abrevio un poco; es el plazo. Creo que dando esto de modo abreviado no les desvío demasiado por eso, ya que también son cosas que aquí o en otro lugar en nuestras reuniones, repetí muchas veces).

Lo que querría subrayar que concierne a este registro, de lo simbólico, es sin embargo, importante. Tienen que saber esto: tan pronto como se trata de lo simbólico, es decir eso en lo que el sujeto se compromete, en una relación propiamente humana, tan pronto como se trata de un registro del “yo” ("je”) , eso en lo que el sujeto se compromete. En “yo quiero…., yo amo…” hay siempre algo, literalmente hablado, de problemática, es decir que hay un elemento temporal muy importante a considerar. ¿Qué es lo que quiero decir así? Esto pone todo un registro de problemas que deben ser tratados paralelamente a la cuestión de la relación de lo simbólico y de lo imaginario. La cuestión de la constitución temporal de la acción humana es, ella, absolutamente inseparable de la primera. Aunque no pueda tratarlo en su amplitud esta tarde, hay que por lo menos indicar que la encontramos sin cesar en el análisis, quiero decir de modo más concreto. Allí también, para comprenderla, conviene partir de una noción estructural, si se puede decir existencial, de la significación del símbolo.

Uno de los puntos que aparece de los más <texto faltante> de la teoría analítica, a saber el del automatismo, del automatismo pretendido de repetición, cuyo primer ejemplo Freud dio tan bien, y cómo actúa la primera maestría: el niño del que se borra, por la desaparición, su juguete. Esta repetición primitiva, esta escansión temporal que hace que la identidad del objeto es mantenida: y en la presencia y en la ausencia, tenemos ahí muy exactamente el alcance, la significación del símbolo en tanto que él se relaciona al objeto, es decir a eso que se llama el concepto.

Entonces, encontramos allí tan ilustrado algo que parece tan oscuro cuando se lo lee en Hegel, a saber: que "el concepto es el tiempo". Haría falta una conferencia de una hora para hacer la demostración de que el concepto, es el tiempo. (Cosa curiosa, el señor Hyppolite, que trabaja la fenomenología del espíritu, se contentó con poner una nota que decía que era uno de los puntos más oscuros de la teoría de Hegel).

Pero allí, ustedes verdaderamente tocaron con el dedo esta cosa simple que consiste en decir que el símbolo del objeto, es justamente " el objeto ahí ". Cuando no está más ahí, es el objeto encarnado en su duración, separado de sí-mismo y el que, por ahí mismo, puede serles siempre presente en cierto modo, siempre allí, siempre a su disposición. Encontramos allí la relación que hay entre el símbolo y lo que hace que todo lo que es humano es considerado como tal, y cuanto más humano, más es preservado, si se puede decir, del lado lado moviente y descompensante del proceso natural. El hombre mismo hace, y ante todo hace subsistir en una cierta permanencia todo lo que ha durado como humano

Y encontramos un ejemplo. Si hubiera querido tomar por una otra parte la cuestión del símbolo, en lugar de partir de la palabra, de la palabra o de la pequeña gavilla, me habría ido del túmulo sobre la tumba del jefe o sobre la tumba de no importa quien. Es eso que caracteriza la especie humana, justamente, de rodear el cadáver de algo que constituye una sepultura, de mantener el hecho de que “esto duró”. El túmulo o no importa qué otro signo de sepultura amerita muy exactamente el nombre de símbolo, de algo humanizante. Yo llamo símbolo a todo eso de lo que intenté mostrar la fenomenología.

Es por eso que si les señalo esto, no es evidentemente sin razón, y la teoría de Freud debió empujarse hasta la noción a la que dio valor de un instinto de muerte, y todos aquellos que, en la continuación, colocaron énfasis únicamente en lo que es el elemento resistencia, es decir el elemento acción imaginaria durante la experiencia analítica, y anulando más o menos la función simbólica del lenguaje, son los mismos para los que el instinto de muerte es algo que no tiene razón de ser.

Este modo de "realizar", en el sentido propio de la palabra, de devolver a un cierto real la imagen, desde luego que ha incluido allí como una función esencialmente un signo particular de este real, devolver a lo real la expresión analítica, está siempre en aquellos que no tienen este registro, los que la desarrollan bajo este registro, es siempre correlativo de la puesta entre paréntesis, incluso la exclusión de lo que Freud puso bajo el registro del instinto de muerte, o lo que llamó más o menos automatismo de repetición.

Con Reich, esto es exactamente característico. Para Reich todo eso que el paciente cuenta es “flatus vocis”, la manera en que el instinto manifiesta su armadura. Punto que es significativamente muy importante, mas como tiempo de esta experiencia, es en la medida en que es puesto entre paréntesis toda esta experiencia como simbólica, que el instinto de muerte es él mismo excluído, puesto entre paréntesis. Desde luego, este elemento de la muerte no se manifiesta sino sobre el plano del símbolo. Ustedes saben que se manifiesta más o menos en eso que es del registro del narcisismo. Mas es otra cosa de lo que trata, y que está mucho más cerca de este elemento de anonadación final, ligado a toda especie de desplazamiento. Desde luego, se le puede concebir. El origen, la fuente, como lo indiqué a propósito de elementos trasladados de la posibilidad de transacción simbólica de lo real. Pero es también algo que tiene mucho menos relación con el elemento duración, proyección temporal, en tanto como entiendo el porvenir esencial del comportamiento simbólico como tal.

( Ustedes lo sienten bien, estoy forzado a ir un poco rápido. Hay muchas cosas que hay que decir sobre todo esto. Y es cierto que el análisis de nociones por muy diferentes como estos términos de: resistencia, resistencia de transferencia, transferencia como tal … La posibilidad de hacer comprender a este propósito eso que hay que llamar propiamente "transferencia" y dejar a la resistencia. Yo creo que todo esto puede muy fácilmente inscribirse por relación a estas nociones fundamentales de lo simbólico y de lo imaginario).

Simplemente querría, para terminar, ilustrar en cierto modo (siempre hay que dar una pequeña ilustración de lo que se cuenta), darles algo que no sea más que una aproximación en relación a los elementos de formalización que desarrollé mucho antes con los alumnos del Seminario (por ejemplo en el Hombre de las ratas). Se puede llegar a formalizar completamente con ayuda de elementos como aquellos que les voy a indicar. He aquí una clase que les mostrará lo que quiero decir.



He aquí cómo un análisis podría, muy esquemáticamente, inscribirse desde su principio hasta el fin:

rS – rI – iI – iR – iS – sS – SI – SR –rR – rS. rS :

realizar el símbolo.

- rS: esta es la posición de partida. El analista es un personaje simbólico como tal. Y es a este título que venimos a encontrarlo, para que él mismo sea a la vez el símbolo de la omnipotencia, que él mismo ya es una autoridad, el maestro (amo). Es en esta perspectiva que el sujeto viene a encontrarlo y que se coloca en una cierta postura que es más o menos ésta: "es usted quien tiene mi verdad ", postura completamente ilusoria, pero que es la posición típica.

- rI: Después, tenemos ahí: la realización de la imagen. Es decir la instauración más o menos narcisista en la cual el sujeto entra en una cierta conducta que justamente es analizada como resistencia. ¿ Esto en razón de qué? De una cierta relación: iI

                        imaginación

- iI                         -----------------

   image

Es la captación de la imagen que está esencialmente constituída de toda realización imaginaria en tanto que nosotros la consideramos como instintual, esta realización de la imagen que hace que el pez espinocha hembra sea cautivado por los mismos colores que el pez espinocha macho y que progresivamente entran en un cierta danza que los lleva a donde ustedes saben.

¿Qué es lo que la constituye en la experiencia analítica? Lo pongo por el momento en un círculo (cf. esquema entre el fin de la conferencia y la discusión)

Después de eso, tenemos:

iR- que es la continuación de la transformación precedente:

                  I es transformado en R

Esta es la fase de la resistencia, de la transferencia negativa, o también, en el límite del delirio, el cual hay en el análisis. Es una cierta manera en que algunos analistas tienden siempre a realizar: “el análisis es un delirio bien organizado”, fórmula que yo he escuchado de la boca de uno de mis Maestros, que es parcial, pero no inexacta.

Después, ¿qué pasa? Si la salida es buena, si el sujeto no tiene todas las disposiciones para ser psicótico (en este caso él queda en el estado iR), pasa a:

- IS - la imaginación del símbolo.

Imagina el símbolo. Tenemos, en el análisis, mil ejemplos de la imaginación del símbolo. Por ejemplo: el sueño. El sueño es una imagen simbolizada.

Aquí interviene:

- sS - que permite la inversión (trastocamiento, caída).

Que es la simbolización de la imagen.

Dicho de otro modo, eso que se llama “la interpretación”.

Esto únicamente después del paso (franqueamiento) de la fase imaginaria que engloba más o menos:

rI-iI-iR-iS

comienza la elucidación del síntoma por la interpretación.

(sS )

-SI-



Enseguida, tenemos:

-SR- que es, en suma, el fin de toda salud, que no es (como se cree) de adaptarse a un real más o menos bien definido, o bien organizado, sino de hacer reconocer su propia realidad, dicho de otra manera su propio deseo.

Así como lo subrayé muchas veces, hacerlo reconocer por sus semejantes; es decir de simbolizarlo.

En ese momento, encontramos:

- rR - <texto faltante>

Eso que nos permite llegar al fin a:

- rS –

es decir, muy exactamente a lugar de donde partimos.

No puede ser de otro modo, porque si el analista es humanamente válido, esto no puede ser más que circular. Y un análisis puede comprender muchas veces este ciclo.

-         iI – es la partida propia del análisis,

es lo que se llama (sin razón) “la comunicación de los inconscientes”.

El analista debe ser capaz de comprender el juego que juega su sujeto. Él debe comprender que él mismo es el pez espinocha macho o hembra, según la danza que lleva su sujeto.

El sS, es la simbolización del símbolo. Es el analista que debe hacer ello. No hay pena, castigo: él mismo ya es un símbolo. Es preferible que lo haga con completud, cultura e inteligencia. Es para esto que es preferible, que es necesario que el analista tuviese una formación tan completa como sea posible en el orden cultural. Cuanto más sepan sobre eso, más valdrá esto. Y esto (sS) no debe intervenir más que después de un cierto estadio, después de franquear una cierta etapa. Y en particular, es en el registro que pertenece, del lado del sujeto (esto no es por nada que yo no le separé) … El Sujeto forma siempre y más o menos una cierta unidad más o menos sucesiva, cuyo elemento esencial se constituye en la transferencia. Y el analista viene a simbolizar el superyó que es el símbolo de los símbolos.

El superyó es simplemente una palabra que no dice nada (una palabra que prohibe -interdice). El analista no tiene precisamente que simbolizar algún castigo. Precisamente es lo que él hace.

El rR es su trabajo, impropiamente designado bajo el término de esta famosa “neutralidad benévola” de que se habla sin razón y a través, y que simplemente quiere decir que, para un analista, todas las realidades, en suma, son equivalentes; que todas son de las realidades. Aquella parte de la idea de que todo eso que es real es racional, e inversamente. Y es lo que debe darle esta benevolencia a la cual viene a estrellarse <texto faltante> y llevar a buen puerto su análisis.

Todo esto ha sido dicho un poco rápidamente.

Habría podido hablarles de muchas otras cosas. Pero, además, esto es sólo una introducción, un prefacio a lo que intentaré tratar más completamente, más concretamente, el informe que espero hacerles, en Roma, sobre el sujeto del lenguaje en el psicoanálisis.



DISCUSIÓN:

El Profesor LAGACHE  agradece al conferenciante y abre la discusión.



Sra MARCUS-BLAJAN - Su conferencia hizo en mí "resonar las campanas" es una lástima que no haya comprendido ciertas palabras. Por ejemplo: "transcendentales". Dos cosas particularmente me impactaron:

- Lo que usted dijo a propósito de la angustia y de la culpabilidad;

- Y lo que usted acaba de decir a propósito de rR.

Esto son cosas que sentimos muy confusamente. Lo que usted dice de la angustia y de la culpabilidad me lleva a pensar en el caso, en la agorafobia, por ejemplo.

Lo que usted dice a propósito de rR… que todo eso que existe tiene el derecho a existir ya que es humano…

Dr. LACAN – Eso que yo he dicho a propósito de la angustia y de la culpabilidad… la distancia… La angustia está ligada a la relación narcicista, Señora Blajan ha dodo una ilustración muy bonita, (pues no hay fenómeno más narcisista) con la agorafobia.

Cada vez que he comentado un caso en mi seminario, yo he mostrado siempre los diferentes tiempos de reacción del sujeto. Cada vez que se produce un fenómeno en dos tiempos, en la obsesión por ejemplo, el primer tiempo es la angustia, y el segundo tiempo es la culpabilidad que da apaciguamiento a la angustia sobre el registro de la culpabilidad.

A propósito de la palabra "trascendente"… esa no es una palabra muy metafísica, ni hasta metapsicológica. Voy a tratar de ilustrarlo. ¿ Qué es? ¿ Qué es lo que quiere decir, en la ocasión precisa donde la empleé?

Es esto: que en la relación a su semejante, en tanto que tal, en la relación a dos, en la relación narcicista, hay siempre, para el sujeto, aquella cosa de lo desvanecido.

Él siente en resumidas cuentas que él es el otro, y el otro es él. Y este sujeto definido recíprocamente es uno de los tiempos esenciales de la constitución del sujeto humano. Es un tiempo donde no quiere subsistir, aunque su estructura siempre esté a punto de aparecer, y muy precisamente en ciertas estructuras neuróticas.

La imagen especular se aplica al máximo. El sujeto no es más que el reflejo de sí-mismo. La necesidad de constituir un punto que constituye eso que es trascendente, es justamente el otro en tiempo otro.

Se pueden tomar miles de ejemplos.

Por ejemplo, es todo un hecho claro, puesto que yo tomo el ejemplo de la fobia. El hecho que es justamente a una angustia semejante que corresponde el hecho de subsitir al compañero humano algo también extraño, también separado de la imagen humana que es la imagen animal. De hecho, si vemos que en lo que pudiéramos pensar en la función, (porque todo esto no es transparente, cualesquiera que sean los trabajos que se hubieran hecho sobre eso), en lo que pudiéramos pensar en el origen histórico efectivo (réelle) del totemismo, hay una cosa muy cierta, el caso es que está ligado en todo caso a la interdicción del canibalismo, es decir que no se puede comer… porque es sin embargo el modo de relaciones humanas primitivas. El modo de relación humana más primitivo es ciertamente la absorción de la sustancia de su semejante.

Allí usted ve bien cual es la función del totemismo. Es hacer un sujeto que trascienda a ése. ¿ No pienso que el Dr. Gessain me contradirá?

Allí encontramos diferentes cuestiones sobre uno de los puntos que más nos interesa : la relación entre niños y adultos. Los adultos, para el niño, son transcendentales para que sean iniciados. El más curioso es que justamente los niños no son menos transcendentales para los adultos. Es decir, por un sistema de reflexión característico de toda relación, el niño deviene, para los adultos, el sujeto de todos los misterios. Es la sede de esta suerte de confusión de lenguas entre niños y adultos, y uno de los puntos más esenciales en que nosotros debemos dar cuenta cuando se trata de la intervención en niños.

Habría otros ejemplos para tomar.

En particular en eso que constituye la relación edípica de tipo sexual, que es aquella cosa del sujeto, y que le traspasa (adelanta) al mismo tiempo, constitución de una forma a una cierta distancia.



Dr. LIEBSCRUTZ – Usted nos habló de lo simbólico y de lo imaginario. Mas está lo real, de lo que usted no habló.

Dr. LACAN – Yo he hablado sin embargo un poco.

Lo real es o la totalidad, o el instante desvanecido…

En la experiencia analítica para el sujeto, es siempre el golpe a algo, por ejemplo: el silencio del analista.

Habría debido decir que, sin embargo, se produce algo que yo añado solamente al final. Se produce sin embargo, a través de este diálogo, algo que es completamente sorprendente,  sobre lo cual no pude insistir, es decir, es uno de los hechos de la experiencia analítica que valdría, a sí a solas, mucho más que una comunicación. Se debe colocar la cuestión bajo este ángulo: ¿ Cómo se hace? (tomo un ejemplo completamente concreto), que al final del análisis de los sueños (no sé si dije o no porque él son compuestos como un lenguaje … efectivamente, en el análisis, ellos sirven de lenguaje. Y un sueño en medio o al final del análisis es una parte del diálogo con el analista…). Pues bien, ¿cómo se hace que estos sueños (y muchas otras cosas todavía: el modo en que el sujeto constituye sus símbolos…) porten algo que es la marca absolutamente sorprendente de la realidad del analista, a saber:  de la persona del analista tal como ella está constituida en su ser? ¿Como sucede que a través de esta experiencia imaginaria y simbólica se acabe en algo que, en su última fase, sea un conocimiento limitado, pero sorprendente, de la estructura del analista? Es algo que por sí sólo plantea un problema que yo no puedo abordar esta tarde.



Dr. MAUCO – Yo me pregunto si no hace falta recordar los diferentes tipos (?) de

       símbolos.

Dr. LACAN – Es un emblema.

Dr. MAUCO - El símbolo es de lo vivido.

Por ejemplo, la casa, experimentada primero por un símbolo, luego es elaborada colectivamente, disciplinada colectivamente … Evoca siempre la palabra casa.

Dr. LACAN - Déjeme decirle que en no soy en absoluto de esa opinión, como lo demuestra la experiencia analítica, a saber que todo lo que constituye el símbolo, estos símbolos que se encuentran en las raíces de la experiencia analítica, que constituyen los síntomas, la relación edípica … Jones hace un pequeño catálogo y demuestra que se trata siempre y esencialmente de los temas más o menos conexos a las relaciones de parentesco, del tema del rey, de la autoridad del maestro (amo), y de eso que concierne a la vida y la muerte.

Entonces, todo eso de lo que se trata allí, es evidentemente de símbolos. Precisamente son elementos que no tienen absolutamente nada que ver con la realidad.

Un ser completamente enjaulado en la realidad, como el animal, no tiene ninguna clase de ideas.

Son justamente los puntos donde el símbolo constituye la realidad humana, donde él crea esta dimensión humana sobre la cual insiste Freud a cada paso cuando el dice que el neurótico obsesivo vive siempre en el registro de eso que consiste al máximo de los elementos de la incertidumbre, de eso que él designa como: “la duración de la vida…. <<La paternidad… >>. Todo eso que no es evidencia sensible. Todo eso que está construído en la realidad humana es construído primitivamente por ciertas relaciones simbólicas que pueden luego encontrar su confirmación en la realidad. El padre es efectivamente el progenitor. Pero antes de que lo supiésemos de fuente cierta, el nombre del padre creó la función del padre.

Creo pues que el símbolo no es una elaboración ni de la sensación ni de la realidad. Que propiamente(limpiamente) es simbólico (y los símbolos más primitivos) es algo otro que introduce en la realidad humana algo diferente, y que constituye todos los objetos primitivos de la verdad.

Lo que es notable es que la categoría de los símbolos, los símbolos simbolisantes, son  todos ellos de aquel registro, a saber conteniendo (admitiendo), por la creación de los símbolos, la introducción de una realidad nueva en la realidad animal ".

Dr. MAUCO – Mas sublimado y elaborado,  tenemos el basamento del lenguaje ulterior.

DR. LACAN - Allí, completamente de acuerdo.

Por ejemplo, las relaciones, los lógicos mismos apelan muy naturalmente al término de parentesco. Es el primer modelo de una relación transitiva.



Dr. MANNONI – El pasaje de la angustia a la culpabilidad parece ligado a la situación analítica.

La angustia puede conducir a la vergüenza, y no a la culpabilidad. Mientras que la angustia no evoca la idea de un castigador, sino de una puesta aparte, es la vergüenza que aparece.

La angustia puede traducirse no en culpabilidad, pero sí en duda. Me parece que es porque el analista está allí que la angustia se transforma en culpabilidad.

Dr. LACAN – ¡Completamente de acuerdo! Es una situación privilegiada en la experiencia analítica que hace que el analista detente la palabra, que él juzga; y porque el análisis se orienta enteramente en un sentido simbólico, porque el analista lo sustituyó en eso que falló, porque el padre no fue más que un Superyó, es decir una <<Ley sin palabra>>, para que además esto sea constitutivo de la neurosis, que la neurosis es definida por la transferencia.

Todas estas definiciones son equivalentes.

Hay en efecto otros indicadores infinitos a la reacción de la angustia. No está excluído que ciertas aparecen en el análisis… Cada una amerita ser analizada como tal.

Yo creo que la cuestión de la duda, ella, está mucho más próxima de la constitución simbólica de la realidad. Ella es en algún modo previa. Si hay una posición que se puede calificar esencialmente en el sentido que yo la entiendo, de <<subjetiva>>, es decir que es ella la que constituye toda la situación. A saber: ¿cuándo y cómo está ella realizada? Este es un desarrollo aparte.



Dr. BERGE – El pasaje de la angustia a la culpabilidad… Eso que me impactó en esas dos cosas, es la noción de inseguridad. La angustia y la culpabilidad: la inseguridad. La angustia y la culpabilidad: la inseguridad… la angustia es experimentada hondamente sin saber qué es el peligro. La culpabilidad es una defensa, porque hay un objeto, y se sabe eso que es.

Dr. LACAN - - … Necesito bien un puente giratorio …

Un…  indeterminado se me hace un suplicio durmiente.



DR. GRANOFF - El paralelismo entre la actitud de los hombres vis a vis de la antropofagia y de sus niños.

Sin remontarnos muy lejos en la Historia, en la historia de los normandos, hacia el siglo 16, algunas prisiones de marineros contenían la renuncia a la antropología* diciendo que los marineros " renunciaban a beber de la sangre humana…  a embrocher niños sobre la

Diciendo que los marineros "renunciaban a beber sangre humana… a espetar niños con el asador".

El esquema que usted nos da aquí encuentra su ilustración en el proceso analítico, pero también en la formación de la personalidad. Lo que prueba que el análisis no hace más que repetir el proceso de formación de la personalidad.

DR. LACAN - El fetichismo es una transposición de lo imaginario. Él deviene un símbolo.

Dr. GRANOFF – Para hablar de lo real, se necesita totalmente la ayuda de alguien para aprehender lo real. Y, en el fondo, la estructura de la personalidad del fetichismo sería un análisis que se habría interrumpido después de iS.

El fetichismo ** no es un órgano sexual femenino nos enseña Freud, mas una imagen angustiante que hace partir un proceso del orden de lo imaginario. Y es la partida que, en este caso particular no acaba jamás. Yo jamás he conducido un caso de fetichismo hasta el final. Pero me parece que el ejemplo del fetichismo es irremplazable.

Dr. LACAN – En efecto, yo no retomo el fetiche…

Dr. GRANOFF – Pero, bajo el reporte de la culpabilidad, en la medida donde el fetiche le permite una relación entre…



Dr. PIDOUX – Yo ví, a propósito de angustia y culpabilidad, yo querría pedirle si usted no piensa que el símbolo no interviene … (¿?) …  Y de la angustia al trabajo, y del elemento transferencial.

Dr. LACAN – Exactamente, como interviene en el menor acting-out… eso que es transferencia y…



Sr. ANZIEU - Cuando Freud hizo la teoría clínica, tomó los modelos de las teorías de su época … Proponiéndonos este principio de esquema me gustaría saber si estos modelos son del registro del símbolo o de lo imaginario. ¿ Y cuál origen dar a estos modelos?

¿Lo que usted propone hoy es un cambio de modelo permanente de pensar los datos clínicos, adaptar a la evolución cultural?  O algo más.

Dr. LACAN - más adaptado a la naturaleza de las cosas, si consideramos que todo aquello de lo que se trata en el análisis es del orden del lenguaje, es decir, en resumidas cuentas, de una lógica.

Por consiguiente, es lo que justifica esta formalización que interviene como una hipótesis.

En cuanto a lo que usted dice sobre Freud, no estoy de acuerdo en que sobre el sujeto de la transferencia hubiera tomado modelos más o menos atomísticos, asociacionistas, incluso mecanicistas del estilo de su época.

Eso que me parece sorpredente, es la audacia con la cual admitió por completo como moda no repudiar en el registro de la transferencia: el amor, puramente y simplemente. No considera en del todo que esto sea un tipo de imposibilidad, de impase, algo que sale de los límites. Vió bien que la transferencia, es la misma realización de la relación humana bajo su forma más elevada, realización del símbolo, que está ahí, en el punto de partida, y que está al final de todo esto.

Y entre un comienzo y un fin, que son siempre la transferencia; al principio en potencia, dado por el hecho de que el sujeto viene, la transferencia está allí, presta a constituirse. Está allí desde el principio.

Qué Freud hubiera hecho reintroducir el amor, es una cosa que debe mostrarnos bien hasta qué punto daba a sus relaciones simbólicas su alcance, hasta sobre el plano humano, porque, en resumidas cuentas, si debemos dar un sentido a ese algo de límite, de lo que se pudiera apenas hablar, lo que es el amor, es la conjunción total de la realidad y del símbolo que hacen una sola y misma cosa.



DR. DOLTO - Realidad y símbolo,  ¿qué entiendes por realidad?

DR. LACAN - Un ejemplo: la encarnación del amor es el don del niño, que, para un ser humano tiene este valor de algo más real.

DR. DOLTO - Cuando el niño nace, él es simbólico del don. Pero puede haber también don sin niño. Puede entonces haber palabra sin lenguaje.

Dr. LACAN – Justamente, estoy dispuesto a decirlo todo el tiempo: el símbolo sobrepasa la palabra.

Dr. DOLTO - Nosotros llegamos todo el tiempo a ¿"qué es lo real”? " Y escapamos de eso todo el tiempo. Y hay otra manera de aprehender la realidad psicoanalítica así como aquella allí, la que para mi psicología me parece muy extrema. Pero tú eres un Maestro (Amo) tan extraordinario que se te puede seguir para comprenderte sólo después.

En la aprensión sensorial, que es un registro de la realidad, en las hiladas que me parecen más seguras…  previas al lenguaje, y la imagen de nuestro cuerpo. Y pensaba todo el tiempo, y sobre todo para la expresión verbal, ya que el adulto pasa (passe) sobre todo con la expresión verbal de lo imaginario, si no hay la imagen del cuerpo propio… (?).

Tan pronto como el otro tiene orejas, no podemos hablar… (?)

Dr. LACAN – Tú piensas mucho en eso, tu, que el otro tiene orejas?

Dr. DOLTO - no yo, los niños.

Sí, yo hablo, es porque yo sé que hay orejas. No hablaré de eso antes de la edad edípica, hablamos hasta si no hay orejas.

Dr. LACAN - ¿Qué es lo que quieres decir?

Dr. DOLTO - Para hablar, hace falta que hubiera boca y orejas. Entonces queda una boca.

Dr. LACAN - Es lo imaginario.

Dr. DOLTO - Tuve de ello ayer el ejemplo. Ayer, en un niño mudo que ponía ojos sin oreja. Le hubiera dicho (como es mudo), le digo: "no es asombroso que no pueda hablar, ése, ya que no tiene boca ".

Trató con un lápiz de poner una boca. Pero se la puso al niño en el lugar que cortaba el cuello. Perdía la cabeza si hablaba; perdería la inteligencia; él perdería la noción de un cuerpo vertical, si él hablaba. Para hablar, falta la certeza de que hay una boca y que hay orejas.

Dr. LACAN - Sí, estoy dispuesto.

Pero los hechos muy interesantes a los que das valor están completamente ligados a algo completamente dejado de lado; ligados a la constitución de la imagen del cuerpo como… *** del yo (moi), y con este filo ambiguo; con el cuerpo dividido en trozos.

No veo donde tienes como objetivo …

Dr. DOLTO - El lenguaje no es más que una de las imágenes. Es sólo una de las manifestaciones del acto de amor, que una de las manifestaciones donde ser en el acto de amor, está desmenuzado. No estamos completos, ya que necesitamos completarnos cuando necesitamos de la palabra. Él no sabe lo que dice, es el otro, si él lo entiende. Lo que pasa por el lenguaje puede no pasar mucho por otros medios.



Dr. MANNONI – Una observación:

¿ El que los dibujos no son imágenes, sino objetos y el problema de saber si su imagen es símbolo o realidad? Es extremadamente difícil.

Dr. LACAN - Es uno de los modos por los cuales en todo caso en la fenomenología de la intención, se aborda lo imaginario, por todo lo que es reproducción artificial, los más accesibles.



Sra. MARCUS-BLAJAN - Es sorpredente ver el predominio de lo visual. Los sueños en general son visuales. Yo me pregunto ¿a qué corresponde esto?

Dr. LACAN - … Todo lo que son captaciones …





[1] Para la lectura, la traducción y la presentación de este texto me he basado en su versión disponible en lengua francesa en la dirección de la École Lacanienne de Psychanalyse (E.L.P.), http://www.ecole-lacanienne.net; y en la estenotipia del mismo texto disponible en la dirección de Gaogoa, http://gaogoa.free.fr/.  (N.del.T;  15 de septiembre de 2007)

[2] Jacques Lacan

[3] hic et nunc : en seguida, ahora mismo